jueves, 29 de enero de 2009

Otro Miguel en las alturas


Yo no sé por qué en estos días he dado en encontrarme con Migueles a toda hora y en todas partes.Que si mi probe Migué el alcalde que es amanecerme el día y ya me estoy acordando de él; que si Miguelón, que me ofreció dos botefones y me lo veo en el consultorio de Ciudad Jardin sin que afortunadamente me reconozca, porque es capaz de cumplir su promesa pasados los años; que si después el probe Migué Sardiña por lo que ya sabemos ustedes y yo; que si Migué el del bar de su propio nombre (“¡Mari, ponme una de boquerones!”, ordena a la cocina con desgana pero con brío); que si Migué Murillo (al que me encontré días atrás mientras tomábamos café en La Marina, yo con Alfredo Liñán); que en fin, que si Migué el hombre que ha pintado el patio interior de mi comunidad de vecinos, sin que yo sepa nada más de él, que es especialista como sus otros tres compañeros en trabajos en vertical, con el miedo que a mi me da el subirme del suelo a más de un metro de altura. Y hay otros muchos Miguel. Miguel Lucas y Miguel Caballero, mis adorables vecinos; Miguel Mancho, Miguel Serrano, Miguel...(escriba aquí su apellido, ande, por ejemplo, Miguel Ángel Moratinos, no se corte).
Bueno, pues a lo que iba, a este Miguel de los trabajos en vertical, colgado de un cuerda, haciendo malabarismos ahí arriba, desafiando a la gravedad y a todos los males, a este Miguel lo valoro por encima de la campana gorda porque no es de gente normal ser capaz de trabajar a 30 metros de altura, sujeto con un cacho de cuerda y encima hacer su trabajo raspando las fachadas y pintando mientras tararea una canción que no sé si es hasta de Miguel Bosé. ¡Qué tio!

domingo, 25 de enero de 2009

Ahí vive un hombre





Dicen algunos vecinos que es mudo. “No habla nunca”. Pero a mí sí me ha hablado cuando le he puesto un par de euros por delante y ha abierto dos ojos como platos. Lo cierto es que cada noche se echa encima por todo abrigo unos mantujos viejos, cobertores de los de a tres euros en cualquier mercadillo. Se rodea de vasos de plástico, de bolsas vacías, cientos de bolsas. Se abriga a su modo. Mientras la ciudad duerme, alegre y confiada, este ciudadano del mundo (larga barba, cabellos como los de las Parcas, botas como las de las siete leguas, calcetines remendados, chubasquero y jersey sobrevientes de mil batallas), sólo a cien pasos de un hotel de lujo, ve pasar la noche sobre el cielo de Badajoz. Cuando paso cada mañana me cuesta imaginar que ahí debajo vive un hombre. Pero es así.
Dicen algunos vecinos que es mudo.
–“Sí, soy portugués”.
Me costó arrancarle esa primera confesión. Luego ya, mientras paladeaba lo que tal vez fuera su desayuno, un café solo con unas gotas de anís, mirando al fondo del vaso –lo del vaso lo cuento ahora– el que ya podría ser mi amigo PepeLuis sonríe quizás adivinando en el fondo del recipiente un futuro menos negro. (He conocido a gente que se ha tirado a un pozo siguiendo la llamada de un hijo muerto, como Pitolesna, que se suicidó en un pozo siguiendo la voz de un hijo muerto). Pero el café de PepeLuis –“Sí, soy portugués”– parece más alegre. Quizá le hayan dado los vasos alguno de los bares cercanos en la avenida Damián Téllez Lafuente, en Badajoz, junto al hotel de lujo en el que con calefacción duermen ejecutivos con batas de seda. En esos bares se dispensa el café para llevar en vasos comprados en los chinos con la bandera de barras y estrellas del Tío Sam, ahora que el Renegado ha llegado al despacho oval y nos permitirá soñar olvidando al innombrable. PepeLuis camina con su café en el vaso adornado con la bandera americana (y me acuerdo de la mantequilla y la leche en polvo, “donativo” de EE.UU. al “pueblo” español). Me he atrevido a abordarle.
–Si me dejas que te haga una foto, te doy un euro.
Ha dejado caer sobre mí sus cansados ojos.
–Sí.
–¿De dónde eres?
–De Portugal.
Mira mi mano y a la cámara.
–¿Cómo te llamas?
–PepeLuis.
–¿Duermes ahí todos los días?
–Sí.
–¿Alguien te ayuda? ¿Quién te ayuda?
Mira la cámara, mira en mi mano el euro que he aumentado a dos.
–¿Quién te ayuda?
–Tú.
Y se ha ido. Y me he sentido otra vez periodista. Pero, antes, un ser humano avergonzado de su condición, de permitir que haya PepeLuis, de que existan las batas de seda, de que los chinos sigan fabricando vasos con la bandera de barras y estrellas, de que el cielo de Badajoz se adorne de las estrellas que dejan dormir a PepeLuis rodeado de bolsas de plástico y de un cobertor de los de a tres euros en cualquier mercadillo.

jueves, 22 de enero de 2009

José Antonio, un dandy sesentón

A nosotros los sesentones no nos gusta que el mundo ande todo el día recordándonos lo bien o lo mal que estamos. "Te veo mala cara, Manolito" es cosa de mala leche. Me gusta más el "¡qué bien te veo!" con el que yo procuro obsequiar a todo vecino con el que me encuentro. Aunque no sea verdad. Aunque esté arrugado como una papa, que de todo hay. Aunque sea un pipiolo al que le siguen saliendo granos en todas las esquinas de la nariz, que esos casos –los de los pipiolos– son los menos. Por eso agrada encontrarse de cuando en cuando con un sesentón con una salud envidiable como José Antonio Carretero, al que le brillan los ojos cuando habla de sus nietos, de sus hijos, de su fervorosa dedicación a la Económica. "Tienes que venir allí, tienes que estar con nosotros, echar un cafetín, que hablemos..." Es de esas personas que te miran a la cara y te convencen. Me acuerdo ahora de cuando hace más de 30 años me abordó un día en el Paseo de San Francisco. Era de "la secreta". Y me pidió un favor que tuve que negarle. "Manolo, por favor, dime dónde se reúnen, necesito saberlo". Llevaba yo en la mano una octavilla que quizá fuera de la ORT o de CSUT o de algún sindicato marginal cuando la famosa huelga de la construcción. En la octavilla se convocaba al personal a concentrarse en algún lugar y votar sobre la huelga. Juro que sabía en qué sitio estaban convocados y juro que él no me coaccionó. Hubo de volverse ante el comisario con las manos vacías, aunque ya entonces él era zorro viejo y tal vez me siguió cuando yo me iba en mi viejo coche Ritmo en dirección a Las Moreras. No vi a nadie seguirme, pero nunca se sabe. Hoy, quizá 30 años después, este sesentón oriundo de Salvaleón sigue teniendo poder de convicción y sigue siendo un buen tipo. Dedica buena parte de su tiempo a una tarea no remunerada y silenciosa. ¿Hay quien dé más?

miércoles, 14 de enero de 2009

Miguel, Miguelón

Y allí estaba él, con un par de muletas. Mayor, pero menos que yo, claro. Hacía calor, ya se sabe que los consultorios de la Seguridad Social son un nido de calor y aunque uno no lo quiera ha de quitarse el chaquetón y echar a un lado la bufanda. El caso es que por suerte para mi no me reconoció y a mi, como al Piyayo, me daba un respeto imponente decirle algo. ¡Eh, hombre, Miguel...! Por ejemplo. Pero no, me quedé callado esta mañana y no le dije nada. Él, apoyado en sus muletas, contaba a otro quidam sentado a mi lado que la semana pasada se armó de valor. "Me fui a Badajoz. La verdad es que me dije que no iba a beber más en una temporada, pero el día de Navidad me animé y dejé de tragarme las pastillas... Hoy voy a tomarme unas copitas. Y dicho y hecho. Me fui a Badajoz por la mañana. A mediodía ya andaba yo algo perjudicado. Una vecina del aquí del Cerro me vio con las manos llenas de bolsas. ¡Eh, Miguel!, ven aquí, echas las bolsas al coche que yo te las llevo a casa. Eran para los nietos, ¿sabes? Quería comprarles unas cosillas. Y la verdad es que se me fue la olla. Me cargué de tantas bolsas que ya ni daba abasto en la barra para seguir con las copas. Bueno, a lo que iba, que menos mal que la vecina me recogió las bolsas y se las trajo a casa. Me dolía ya tanto la cabeza... También me duele ahora, pero no es por aquello, llevo unos días sin beber y estoy mejor. Es que se me fue la olla... Ah, como me duele esta pierna..."
Desde mi asiento en una silla al lado de su amigo yo miraba a Miguel. Menos mal, ya no se acordó de mi o no me prestó atención. Aunque hace muchos años que me ofreció partirme la cara, a mi no se me ha olvidado. Yo le dije que no hacía falta que me dierra dos bofetones, que con uno era suficiente. Hoy Miguel está algo menos gordo pero me siguen impresionando sus gruesos labios parecidos a los de las estampas que venían con los chocolates Loyola. Y las manos, siempre las mismas manos enormes, manos hechas para trabajar en el andamio, tal vez antes para poner firme a su familia según sus particulares criterios, quizá para agarrar el boli e ir señalando los números del bingo, acaso hoy para acariciar a sus nietos. Sí, por qué no va ser Miguel capaz de acariciar a sus nietos, sobre todo los días en que decide no ir "a Badajoz". Miguel, suerte, hermano.