martes, 30 de junio de 2009

Badajoz, la Ciudad Puente




Como tumbada sobre una inhóspita losa de mármol, la Ciudad de Badajoz se me antoja cual un cuerpo que empieza a ser desmembrado por un forense loco, que primero secciona el esqueleto en dos partes longitudinales e introduce entre ellas una sinuosa corriente de agua, que va apartando las mitades del cuerpo, inundando las orillas de verdes juncias, poblando las riberas de miles de pájaros, patos inofensivos, peces innominados. El forense loco destripa el cadáver y ata las puntas de uno y otro lado, enlanza la Estación con San Roque, Las Moreras con Santa Marina, San Fernando con San Andrés, Marchivirito con Los Montitos, El Nevero con el Cerro de Reyes... tejiendo una tupida red para la que necesita una sucesión armónina de puentes, de viales, de pasos que ocupan ora ganado, ora personas, ora coches... Este es el panorama de una ciudad que se contruye sobre puentes, que aspira desde su proximidad con el extremo más oriental y apartado del viejo Continente a ser puente de enlace mismo con Europa. Y este quiere ser un humilde reconocimiento al significado de algunos de los muchos vasos comunicantes de la que es una Ciudad Puente.

MANOLO LÓPEZ GARCÍA

Un puente es símbolo de vida. Permite pasar, facilita enlazar, ayuda a conseguir unir dos orillas por distantes que estén. A menudo cruzamos los puentes de la vida sin pararnos demasiado, sin echar un vistazo a lo que hay bajo ellos. Todos mis puentes han sido siempre símbolo de avance, de empuje. El Puente del Alcornocal, el puente de La Molineta, el puente de Valdejerez, el puente de Perrilla, el puente del Arroyo Los Linos, el puente de La China, el puente de los Plaos...todos esos eran los puentes de mi infancia, de mis años de juegos inocentes, de carreras desaforadas en pos de una abubilla o de un pardal, buscando quizá los huevos de codorniz o tratando de rescatar moras para hacerme un rosario de cuentas con el que sorprenderme a mí mismo con la camisa o el cuello llenos de moratones... Años después he debido cambiar aquellos puentes por otros más cercanos a mi existencia, como los cinco puentes de Badajoz. Y bajo todos esos puentes he encontrado motivos para pensar en el destino, para sentir el temor de los que tenemos miedo a las alturas, los que pensamos que aquello se puede caer de un momento a otro. Hace sólo unos días he vivido en el Puente Real de Badajoz el temblor de las vigas al moverse al paso de camiones de gran tonelaje. Ni se han inmutado con el paso de un ciclista. Tampoco han replicado cuando sobre ellas han volado garzas, cigueñas o acaso algún tordo. Sobre esos puentes de mi Badajoz de hoy pasamos a diario cientos de curiosos ciudadanos que jugamos a enlazar ambas orillas en un ejercicio contumaz y repetido de malabarismo con la vida, en un estar en una orilla ora y ora en la otra. Son puentes que unen, puentes de ida y vuelta. (Extraído de www.manololopezgarcia.blogspot.com)

-Niñato, a ti lo que te voy a dar yo es un par de hostias, que eres un niñato...
Admito que aquello me impresionó. Pero los treinta años son los treinta años. Más me había asustado el punto de cita, cuando me lo dijo por teléfono, con su voz ronca, casi sórdida:
-Te espero en el puente de las Brujas. Y si quieres, que venga contigo Alfonso, que es buen amigo mío.
Allá que nos fuimos. Y allí estaba Miguelón con los brazos en jarras. Confieso que el llevar a mi lado a Alfonso me daba cierta tranquilidad. Ese grandullón desgarbado, con quien he compartido cientos de aventuras periodísticas hasta que se acabó lo que se daba. Y Alfonso era mi mano derecha en aquellos tiempos:
-Ahí está la foto, mira, ahí -le decía yo-.
-No, la foto está en el otro lado -me contestaba él y le daba la espalda al objetivo que yo le había marcado. Luego, el jodío tenía razón casi siempre, aunque más de una vez debíamos reñir en nuestro deambular por las calles de Badajoz y sobre todo por los barrios buscando algo con que alimentar las voraces páginas del HOY nuestro de cada dí, dánosle hoy-.
Un día andábamos los dos esquivando socavones de los que Badajoz es campeón mundial. Era por alguna calle angosta del viejo barrio de San Roque y nos caía encima un chaparrón de bigotes, del que nos protegíamos con los chubasqueros como mejor podíamos.
-¿Qué hora es? -me preguntó.
A regañadientes saqué la mano del bolsillo y me arremangué el chubasquero:
-Las once y diez.
Después de llegar a nuestra cita, hacer el trabajo y regresar a la calle en busca de su nuevo Seat Ritmo, otra vez bajo la jodida lluvia, me preguntó sin ni siquiera mirarme.
-¿Qué hora es?
-Las doce menos cinco. Pero, ¿no tienes reloj?
-Sí -me dijo con toda su cachaza-.
-¿Y por qué no miras tu la hora?
-Es por no sacar la mano del bolsillo...
Ahora, con el paso de los años, se me viene a la imaginación que tal vez aquel día, frente al Miguelón amenazante, al lado del puente de las Brujas, bien pude haberle dicho a Alfonso, después de la sonora oferta de Miguelón de darme un par de hostias:
-Alfonso, si ves que va a darme el par de hostias, pregúntale qué hora es.
No se me ocurrió entonces y además por suerte a Miguelón debió caerle en gracia mi advertencia:
-No hace falta que me des dos, Miguelón. Con una guantá tengo bastante.

Hace sólo unas semanas he visto a Miguelón en la consulta del médico, en el Centro de Salud de Ciudad Jardín. Allí estaba arrastrando sus dos muletas. Mayor, pero menos que yo, claro. Por suerte para mi no me reconoció y a mi, como al Piyayo, me daba un respeto imponente decirle algo. ¡Eh, hombre, Miguel...! Por ejemplo. Pero no, me quedé callado. Él, apoyado en sus muletas, contaba a otro quidam sentado a mi lado que la semana pasada se armó de valor. "Me fui a Badajoz. La verdad es que me dije que no iba a beber más en una temporada, pero el día de Navidad me animé y dejé de tragarme las pastillas... Hoy voy a tomarme unas copitas. Y dicho y hecho. Me fui a Badajoz por la mañana. A mediodía ya andaba yo algo perjudicado. Una vecina de aquí del Cerro me vio con las manos llenas de bolsas. ¡Eh, Miguel!, ven aquí, echa las bolsas al coche que yo te las llevo a casa. Eran para los nietos, ¿sabes? Quería comprarles unas cosillas. Y la verdad es que se me fue la olla. Me cargué de tantas bolsas que ya ni daba abasto en la barra para seguir con las copas. Bueno, a lo que iba, que menos mal que la vecina me recogió las bolsas y se las trajo a casa. Me dolía ya tanto la cabeza... También me duele ahora, pero no es por aquello, llevo unos días sin beber y estoy mejor. Es que se me fue la olla... Ah, cómo me duele esta pierna..."
Desde mi asiento en una silla al lado de su amigo yo miraba a Miguel. Menos mal, ya no se acordó de mi o no me prestó atención. Está algo menos gordo pero me siguen impresionando sus gruesos labios parecidos a los de las estampas que venían con los chocolates Loyola. Y las manos, siempre las mismas manos enormes, manos hechas para trabajar en el andamio, tal vez antes para poner firme a su familia según sus particulares criterios, quizá para agarrar el boli e ir señalando los números del bingo, acaso hoy para acariciar a sus nietos. Sí, por qué no va ser Miguel capaz de acariciar a sus nietos, sobre todo los días en que decide no ir "a Badajoz". (Extraído de www.manololopezgarcia.blogspot.com)

Después de aquel día del consultorio hemos estado juntos, sin que él me reconociera, tentando a la suerte en un quiosco de cupones de la avenida de Fernando Calzadilla. Le he abordado y le he recordado el incidente, pero sus ojos miraban al vacío. Juntos hemos hablado de un amigo común, Gaspar García Moreno, que también se pateó como yo el puente de las Brujas (nada que ver con los periodistas de ahora en este Badajoz lleno de puentes y que me perdonen, periodistas de moquetas y ruedas de prensa llenas de luz y de focos y de glamour, periodistas de nada de barrios, nada de sovacones, de deshaucios, cierto que periodistas menos que mileuristas, de horas a destajo con la alcachofa y con la grabadora digital, haciendo méritos para salvar su mininómina, pero adocenados, sin conocer siquiera los muchos puentes de este Badajoz que sigue siendo campeón mundial de socavones y de búsqueda incesante de la pala de oro y de bocas de Metro a punto de explotar y de cacas de perro y de dónde está la policía y ellos, a los que se les llena la boca de decir que son periodistas, sin enterarse mucho y sin exponerse a que un Miguelón de turno les ofrezca lo que me ofrecieron a mi, a Gaspar y a otros muchos como nosotros).


El puente de Palos

No estaba solo el padre Eugenio. El cura integral, cura-cura, que se pateó un barrio y lo levantó. El Oblato que llegó a Badajoz cargado de ilusiones y al que su corazón le dictaba órdenes de trabajo sin cesar. Con él paseé en no pocas ocasiones por su barrio, por las Cuestas, por las que tanto hizo. Hasta allí llegábamos por el puente de Palos, donde se adivinaba ya la ciudad sin ley, el otro Badajoz, donde todo el mundo era ya un forastero y en el que sólo nos servía de salvoconducto la compañía de Eugenio o de otros luchadores del barrio, como Carmelo Vera o Ricardo Cabezas.

-A esos los dejáis, que vienen con Eugenio...

A veces ni esa compañía era garantía para el visitante. Cruzar el puente de Palos, atravesar la avenida recordando la figura agigantada del padre Tacoronte, superar las instalaciones del colegio que después sería Marcelo Nessi, adentrarse en un bariio maldito... era una odisea. Que se lo pregunten a Pepe Durán Ventura, que se fue con un grupo de entusiastas del Rotary Club a regalar juguetes por las fechas de Reyes y por poco se presenta en casa hasta sin calzoncillos, todo por llevar los juguetes en un viejo Seat 132 y abrir los portones del coche para regalarlos. Claro que a Pepe no se le ocurrió llevarse a la Policía -que a lo mejor tendría que estar inexcusablemente en otro lado- ni a pedir la presencia del padre Eugenio.

El puente de Palos ha sido a Badajoz lo que la isla de Perejil, pero salvando las distancias. Por él se iban los contrabandistas buscando el café en Campomayor. Hasta los gallos que los guardinhas de la Guardia Nacional Republicana tenían en la alfandega fueron sustraídos en alguna ocasión y sonaron tiros que por los pelos no tiñeron de sangre las noches de las Cuestas.

De las andanzas vividas en el puente de Palos podían hablar muchos de los que lo cruzaban a diario, como los esforzados maestros que iban al colegio El Progreso. Allí daban clase los hermanos Serrano, Juan Antonio, el mayor y Miguel (el pequeño en edad). Ambos hicieron mucho por el barrio. Un buen día una maestra de aquel Colegio, mi hermana Jose López García, se llevó a su hijo Ángel, de tan sólo dos años. El niño nada más entrar donde estaba el grupo de profesores se puso a mirar para todos los lados y se arrimó al que vio más de su quinta, José Antonio. Y ya no se separó de él en toda la mañana. Aquellos maestros acudían cada día a cumplir su labor como quien va a un destino indeterminado y aparecían cada mañana con el ánimo sobrecogido a la hora de abrir la puerta, por ver cuáles habrían sido los destrozos de la noche anterior, cuántas mesas o sillas habrían sido quemadas, cuántos grifos o wáteres arrancados.

Desde muy cerca del Puente de Palos, desde la calle Gurugú, cruza hacia Badajoz y avanza, majestuoso, por el Puente Real, el de su querido Rey, que le lleva hasta el Cerro del Viento. Ha superado el consultorio médico y el lavacoches del elefante azul o blanco, no sé ya de qué color es. Le sigue su fiel lacayo, con las carpetinas bajo el brazo. Ambos van a hacer gestiones a San Juan, al Centro Monárquico, a Amigos del País, a las bibliotecas, a que les vean en la calle Menacho, a alguna notaría, tal vez a comprobar un cupón de la ONCE por si está premiado pero a lo mejor ni hay cupón ni nada. Como él ahora, fue hace años don José el de los espumosos, (“ponga usted que soy don José Moreno García, como Gaspar García Moreno, pero con los apellidos suyos al revés”, me decía solícito). Don José tendría cerca el puente del Revellín y los puentes que él se tendió desde su Casa Hispano-árabe. Son nuestros personajes, los que uno recuerda de toda la vida, con los que los más veteranos del lugar nos hemos reido, a los que hemos incluso temido porque estaban en el machito y había que andarse con cuidado. De ellos todos guardamos recuerdos y momentos. Pero ellos son ajenos a momentos de mayor dolor que algunos hemos vivido en este apasionante oficio de contar cosas, usando y abusando y echando mano de los puentes.

Como mi primer muerto profesional, al que llegué tras atravesar el que entonces era el Puente Nuevo, hoy de la Universidad. Fue ni sé ya cuando (yo no fui capaz ver muertos a mi padre ni a mi madre, tengo de ellos el recuerdo de cuando estaban vivos y me sonreían o me pedían ayuda). Pero aquel primer muerto, en un chalet junto al campo de fútbol del viejo Vivero, un indigente que apareció carbonizado en una silla, en actitud silente, no fue sino el que abrió una larga lista de queridos muertos que me he ido encontrando en mi vida profesional, hasta culminar con los tres mil y pico de esqueletos en Llerena. Aquel primer muerto puedo haber llegado al viejo y ya desaparecido Vivero desde Las Cuestas,

desde lo que fue el puente de Palos, que sigue siendo hoy en la noche un barrio en el que abundan las fogatas, al que llegan desde Portugal misteriosos coches con las luces apagadas, al que no se atreven a entrar ni los taxistas. Por las noches, desde las Cuestas, se ve a una ciudad feliz, Badajoz, durmiendo. Desde allí lucen el lujo de las iluminarias del Puente Real, los focos aéreos del Casino de Extremadura, las murallas engalanadas de la Alcazaba, la Puerta de Palmas desafiante, el puente de la Autonomía que engatusa al Guadiana, el Puente Viejo que se hace amante del anciano río, el puente de la Universidad soportando el paso de los modernos autobuses... En las Cuestas, mientras anochece, zagales sin el placer de los libros ni la escuela, mientras los llaman a la cena unas madres sí y otras no, escuchan a Estopa y hacen en torno a las chapas o a la baraja el bachillerato de la vida.