sábado, 31 de julio de 2010

La calle El Medio, la patria de mi infancia






La calle El Medio, mis amigos, algún personaje... Esta es mi gente, esta es mi infancia a la que he de volver.


Si es verdad, como Gabriela Mistral dejó escrito, que la patria de todo hombre es su infancia, mi patria está en la calle El Medio, en los riscos Candilitos y en el Corral Concejo, por donde corríamos alborozados cada vez que el alguacil encerraba alguna burra, unas cabras o unos cochinos que vagaban por las calles sin dueño, buscando algo de comer. Dijo Gabriela que la patria es la infancia, el cielo, el suelo y la atmósfera de la infancia. La patria, en suma, es el paisaje de la infancia. Mi patria, pues, está al lado de la calle El Medio en ese Corral del Concejo hasta donde el alguacil había hecho llegar a la burra, las cabras, la oveja o los cochinos que habrían encontrado tal vez La Brava o El Cunda o el Caza o José La Rabiosa o Luis Tijerilla o Félix o alguno de esos personajes entrañables que poblaron mi infancia y adolescencia. Estarían vagando por El Pájaro o por La Podría, cerca del puente de Valdejerez, o en Las Contiendas o en Los Canchos o en Las Navas o cerca de la Colá o tal vez en la Bejarana o en Las Contiendas o en El Vínculo o en La Herrería o en el Monte Porrino o en el Ceremeño o en la Huerta Rivera o al lado de El Mortero. Bueno, ¿qué más da? Pero todos tenían dueño y los expertos sabían de quién era la burra torda, la yegua brusca, el mulón falso, aquellos guarrinos que gruñían cuando intentábamos cogerlos para jugar con ellos. Alguna vez me mordería alguno, a mi o a Gilito o a mi primo Luis Cuenda... A veces se producía el milagro:

-Ha parío... La burra que llevaba dos días encerrada en el Corral Concejo ha parío...

Y allí empezaba nuestra peregrinación. Encabezados quizá por Juan García o con Juan Cuenda y su hermano Daniel (nunca más los ví, Dios, ¿por qué ese desaparecer de nuestras vidas si sé que no es como la ausencia de mis hermanos Francisco y Luis, que están enterrados para siempre?) digo que encabezados por ellos tratábamos de hacernos con la llave del Corral Concejo, pero eso era imposible, que la tenía a buen recaudo el aguacil o Mato o mano José La Aceitera, con lo que había que arriesgarse y saltar desde la era del risco Candilitos ( y salir después, ¿qué?) hasta llegar a las cercanías de la burra que se ponía brava, para tratar de tocar al burranquino hasta que aparecía Mariano (luego sería y es Mariano el de Frigo, el de la Juani Espinosa)... Pero la burra nos tiraba unos mordiscos regulares, con lo que se quedaba nuestro gozo en un pozo por aquellas callejas en las que a veces aparecía Joselín o su hermano Juan o hasta Juanico, el hermano de Quico Contreras, al que vendí un laúd de mi tío Luis García (al que yo le arrancaba los punteos iniciales del Inch'Allah, de Adamo) para que se fuera a dar serenatas, anda con los Clavelitos, y nunca me pagó el total del precio acordado, total, no sé cuántas pesetas, ¿qué más me da ahora, cuarenta años después, Quico ya ausente también?... Eso sí, lo seguro es que de allí no pasábamos y había que buscar el modo de escapar del corral si no queríamos que todos los animales allí atrincherados (que si la burra y el burranquino, que si una galga -¡hasta una pava vimos una vez!- que si unos marranos, que si cabras viejas como el Risco Barbellío, que si una oveja un poco caduca, creo yo) la emprendieran en feroz guerra contra los invasores, que jugábamos a tomar posesión del Corral Concejo y a tirarles a aquel fabuloso animalario hojas de lechugas, restos de melón y culos de sandía, peros reconcomidos, cáscaras de higos, acaso restos de granadas, cachos de bruños, higos chumbos y alguna que otra lindeza que habíamos afanado en casa (madre, discúlpame ahora también por esto).

Mas no había manera, no podríamos jamás entrar y salir del Corral Concejo por la puerta principal, como vimos hacer a Manolo el Encantado, que a ese sí que lo dejaban pasar cuando iba con los avíos acompañado de Luis el alguacil (el padre de José Luis Nogales, el electricista que se rompió una pierna cuando lo tiraron a la piscina en la despedida de soltero de Nino Navarrete, que se casó con Ana Alonso, muchos años después) y lo mismo -Manolo el Encantado, digo- pelaba a una burra -me refiero otra vez a Manolo- que calzaba al mulo rebelde aquel. (Lo del apodo de Manolo el Encantado dicen que tenía explicación, que se escondió en una tinaja cuando la guerra y al ir a alistarlo dijo que allí, sin ir al frente, él estaba encantado y así se le quedó. Hasta que se murió. Tal vez no fue verdad, pero así se lo oí contar a muchos, entre ellos a Paulino el Colorao o a mano José Macías, que sabían bastante de la mili).

Pero no me consolaban ni el Corral Concejo ni Manolo el Encantado ni el Caza. Que yo, tras ver a la burra paría, quería irme a la plaza a buscar por si entre los algarrobos estaba aún sentado Paulino El Colorao contando sus historias de la puta mili (“me jarté”, decía, que se jartaba de vino todos los días, feliz él). Y es que Paulino a mi me recordaba a Einstein y con él componía mentalmente una pandilla de ilustres porrineros, de los buenos, de la buena gente y los otros que decían tenían la cabeza llena de grillos. A saber, mezclados y sin orden, los cuerdos y los otros, andaban por allí Paulino el colorao, la señorita Aquilina, Fito, Alonso el latero, las Jagapas, Perico El Chino, Emilio el barbero, la Antonia la ratona, Mano Moisés, Antonio La Lauriana, mano Genaro, mi tia Sabina y Carmelo, la Quica, Braulio, mana Teresa la Basilisa, la Ramona, una de las Catalinitas, Lauriano, Alonso el latero, Blasito, La Teruela, Eloy, Manolito el de oro, Parrao, José Cachimba mi primo, mi tio Florencio al que casi ni conocí, don Manuel el secretario, Lorenzo el cartero, de la mano Francisco y Jacinta, mano Julián el sacristán, don Antonio el practicante, la Pepa la Capitana, Simón el guarda verde, don Diego el médico, Serrano el electricista, Carandango, Burrino, Francisco el enterrador, Juanita Banana, el Chato (“la puta que parió a la pared”), Carvajal, doña María la comadrona, Crisanto, mano Diego Madre-mía, doña Irundina, Jacinto Marabel el de la dekauve, señá Presenta, Braulio, Charrúa, Alonsino la Paula, Saquito, Antoñino Meléndez, Felix Arcos sorteando las mesas con la bandeja, Juan Cambero, Francisco Marín, Bernardo que tanto he querido, mano Marciano, la Lucinda, Genaro el del coche, mi muy querida Cliselda, el maestro Gordillo, la mi querida Josefa la hermana de El Chino, don Leopoldo, mi tia Toribia y la Toribia la madre de Juan y suegra de María José la hija de Gómez, José Cachimba, el tío Sánchez con el 'quinto' ganado a las cartas para la su Josefita, mano León, Garrío...

Pero, bueno, a lo que iba, al corral del Concejo, a los riscos Candilitos, a lo que fue mi infancia, a marro, a herreritos nuevos tenemos, a la fragua, a las visitas a mano Alonso el latero (“dice mi madre que me arregle usted esta pitera de la vasija de la vecera“, “¿esta pitera?”, bramaba y allí temblaba el misterio) a los brembos que empleábamos jugando al mico, a las sillas viejas que llevábamos a quemar en las Candelas, a José Malpìca a quien tanto quiero y no me averguenzo de decirlo una y otra vez, a los recuerdos de la maestra Cloti en las comuniones, a la leche y la mantequilla donativos del pueblo americano... y prietas las filas en aquellas escuelas en que brillaban los Papas que pintaban Juan Cuenda y Juan García -ante la atenta mirada de don Simón- que luego se me fueron por el mundo, ellos mejor que Francisco y Luis, mis hermanos (¡Dios, si lo hay!) parte de mi vida, de nuestras vidas. Y el bramar de Alonso el Latero (“¿esta pitera dices, Manolito?”)... Sí, esta y todas estas piteras.

Miles de golondrinas, mientras, han tomado la calle El Medio como pista de aterrizaje y suben y dan la vuelta y bajan por la calle Arriba, pasan el Llano Marín y se van al paseo y luego otra vez enfilan la calle El Medio, en busca del Castillo y se topan, sin esperarlo, con el corral Concejo. Este es mi pueblo, -que no me digan otras cosas, que no me griten, que me dejen- esta es mi infancia, esta es mi gente, aquí quiero que me entierren, sólo esta es mi patria...

viernes, 2 de julio de 2010

Manolo: Balor, boluntad y buevos



Dice y canta el poeta Joaquín Sabina que “en 'Kamala' comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Pero no le ha hecho caso Manolo Cerebro Vicente González, porque quiere tratar de volver una y otra vez a León, a Malasaña y a Badajoz, sobre todo a Badajoz, donde se inició la gestación de su 'Regreso a Vadinia', la novela que publicó hace unos meses la Editora Regional de Extremadura y que ahora acaba de presentarle en Badajoz su paisano, ese lujo llamado Julio Llamazares. A Manolo sigue gustándole volver al lugar en que ha sido feliz, como en Vadinia, ese territorio semiimaginario en el que el entonces joven futbolista del Castilla se curtía mientras una dama le sorbía el seso y el sexo, todo ello de modo imaginario (Dios nos libre de maledicencias), claro está. A la sede del MEIAC en Badajoz acudimos en la noche de este jueves un puñado de amigos y admiradores, algún militante deportista como Paco Herrera, no pocos escritores y algún curioso que pasaba por allí, como se dice mucho ahora en los libros y en la vida. A Manolo Vicente lo retrató a la perfección Julio Llamazares, quien dijo que a ver si nos ponemos de acuerdo de una vez en si llamarle Manolo Vicente o Manolo Cerebro o Cerebro González o como sea, porque aunque lo bautizaron Cerebro en Badajoz (citó a don Apolonio, pero en realidad fue Enrique García Calderón quien lo rebautizó de esa manera tan acertada), la verdad es que hoy se le llama de todos modos, que si Manolo Vicente, que si Manolo Cerebro o que si sólo Cerebro. No comentó en su intervención Julio Llamazares nada de su reciente artículo en El País en que habla del fútbol como paradigma de las tres B que hay que echarle: Balor, Boluntad y sobre todo Buebos, que fue lo que le echó el futbolista Anselmo protagonista de la novela, que no era otro que nuestro Manolo autor confeso del 'Regreso a Vadinia', esta historia que nos ha permitido confirmar a un buen escritor. En la presentación Julio Llamazares colocó en la mesa presidencial dos elementos imprescindibles en la vida de Manolo Cerebro, un ejemplar del libro y un balón, más que nada una bola del mundo. Y, como es de rigor, los intervinientes en esta calurosa tarde le echaron al asunto Balor, Boluntad y Buebos. Lo mismo que ha hecho en su nuevo libro Manolo.