viernes, 29 de abril de 2011

La visera de Isidoro





Estaba yo en la frutería comprando tomates cuando apareció la 'lista' de siempre:
-¡Ay, hija, se me ha olvidado, dame dos cabezas de ajos...
Total, que la 'lista' de la buena mujer, que se había hecho mentalmente la lista de la compra y no en papel, argumentaba que ya había estado comprando antes y que al llegar a la puerta de casa se tropezó con un municipal que le preguntó qué iba a poner de comida. Todo esto lo contaba mientras me miraba con ojos de cordero degollado. «Pues yo le dije al municipal que lo de todos los viernes, una sopa de ajos y las sobras. ¡Anda, los ajos, se me han olvidado los ajos!» Toda la frutería, como un solo comprador (pese a mi creciente indignación) se olvidaba de mi protesta y escuchaba a la señora de los ajos. «El guardia ha venido porque estaba contemplando el socavón (¡otra vez!) y le han mandado aquí ya que hay un problema en la visera de Isidoro». ¿Ehhhh? Resulta que Isidoro ha cerrado los ocho dias de oro o la quincena de las sábanas rosa y ha decidido quitar los cartelones enormes que tiene colgando en la fachada de su 'El Corte Inglés', allí donde en tiempos de Montesinos vs Celdrán estuvo el lejío de los chinatos. Y cuando los mozos cachas se han subido a la visera para quitar los carteles, una tropa de muchachería desde el suelo se desgañita desaforada, «¡aquí, aquí, otra, otra!» Eran los gritos de docenas de chiquinos que pedían a los operarios que les tirasen los balones alojados en la visera, fruto del entusiasmo de algunos de ellos que los habían encajado allí arriba (en Badajoz no tienen sitio para pelotear). Por eso el señor guardía había acudido a poner orden.
El personal de la frutería se hacía cruces, la frutera no acaba de entregar las dos cabezas de ajo y a mi los tomates se me van a poner pochos, esperando. En fin, que cuando Isidoro cierre la semana del edredón hay que ponerse debajo de la visera, por si caen las pelotas. Y, a vé, esto es lo que hay.

(Publicado en la edición impresa de HOY el 29-4-11)

jueves, 7 de abril de 2011

Y, de cuando en cuando, cantan cárabos









Seguro que entonces nadie se lo habría afeado. A él, que amaba los pájaros, el aire libre, el contemplar sereno de los campos en posío, de la sementera reventando... Pero es que aquello del buitre (o del águila o de lo que fuera) ya iba clamando al cielo sereno de Las Navas, porque el bicho no se contentaba con matar y destripar las gallinas y los pollitos que alegres e inocentes buscaban gusanos en el estiércol. Yo creo que a veces llegaron a amenazarnos a los niños. Tendría yo ocho años quizás, acaso nueve. Así que él cogió su vieja escopeta con los cartuchos del 12, que nos había enseñado a llenar en las tardes de lluvia, alrededor de la candela pero con la pólvora lejos, en aquella maquinita que era un prodigio, en la que se colocaba el misto, la pólvora, la munición, el taco... A veces se enfadaba con nosotros y nos decía “no valéis ni para tacos de escopeta...” Cogió la escopeta y sonaron dos estampidos formidables. Nadie recuerda haberlo visto disparando, pero al cabo del rato llegaba a la casucha con Luis Tijerilla, arrastrando el animal que llegó a tirarle un picotazo y levantarle sangre en una mano o en el brazo. El bicho no sabía que él tenía las manos encallecidas, que no podía hacerle mucho daño. Manos de segar, de cavar, de ordeñar, de rastrillar, de arar, manos de acariciar.

Ya se acabó el miedo al buitre o al águila, ya podían cacarear aliviadas las gallinas, ya los pavos lucían orgullosos el moco, ya hasta los cuatro o cinco conejos, que milagrosamente aún vivían alrededor de la casa, entre los leños con los que alimentábamos la candela, podían seguir su ciclo vital. Ahora quedaba sólo el gato traicionero y asesino, el gato huraño del que con un certero golpe con las tenazas nos libramos, el gato negro malo, porque la blanquita era buena, era inocente, una gata que sólo miaba ahora apesadumbrada por la muerte del gato que se comía tanto los huevos como los pollitos de las gallinas, a los que se llevaba apresados hasta el pajar, para devorarlos contra el cacareo asustado y escandaloso de las madres, aunque no le faltaba la comida...

Yo creo que a padre nadie le hubiera reñido por habernos librado del buitre o el águila y el gato después.

Allí padre nos enseñó a amar a los pájaros, al chorro del agua que caía del pilar, al milano y a la pestosa abubilla, a los becerros, a las vacas, a los conejos, a las cigueñas extrañas que entonces si venían por san Blas, al grillo real, a la tórtola y la perdiz, a temerle a las abejas y a las sanguijuelas que se pegaban como lapas al cucharro de beber agua del pilar, a ignorar a los morgaños, allí me enseñó el gorjeo de la oropéndola ( http://www.club-caza.com/dossiers/aves/ficha.asp?np=205) en las siestas de calor pegajoso, a esquivar el mal mirar de una vaca recién parida, a huirle a las coces de la burra como la que me tiró al suelo. Allí nos descubrió el canto terrible y lacerante para el oído de los cárabos (http://www.club-caza.com/dossiers/aves/ficha.asp?, el silbar de las lechuzas, allí el tolón de los campanillos de las vacas, las esquilas de las cabras y los chivos, el ladrido del perro bobo que comía tajadas de melón podrido, ¿dónde se ha visto a un perro comer melón?, le decía yo, me sonreía él. Allí y luego en La Bejarana, ese bosque sagrado cuya definición me había robado Eliot hace muchos años, allí nos enseñó a hacer un nudo corrido, a perseguir por el oido el rastro de las ranas saltando fuera de la alberca. Allí nos enseñó dónde está la encina que produce bellotas dulces, justo a mitad del camino en el que yo me caí de la burra en la que volvía del pueblo o fue del burro Cachimba al que le picó la mosca y no pudo contenerse, trotando cuesta abajo y dando con mis huesos en el suelo, que todavía hoy parece que me duelen. Pasamos cientos de mañanas y tardes bajo aquellas encinas y alcornoques, que crecían vistiéndose de corcha. Crecimos allí y se nos curtieron los brazos pero no hicimos crecer músculos porque tampoco él nos mandaba ni nos dejaba hacer trabajos rudos, si acaso arrancar los hogarzos doblando la espalda, cuidar de que las vacas no se escapasen al cercado próximo, a donde el trigo debía crecer libremente. Vigilar el correr del agua por los canteros donde el maíz trataba de crecer, avisarle si se repetía lo del día aquel en que una nube de palomas se apoderó del maizal y lo arrasó, llevándose por delante las nacientes mazorcas de maíz, obligándole a echar mano otra vez de la escopeta del 12 con la que disparó otro par de veces al cielo, por espantar a la nube de palomas que tardó en darse cuenta de que no era bien recibida, bandada que en cuestión de minutos se llevó por delante el esfuerzo de muchos días, la esperanza de un alimento seguro para las vacas para las que habría que empezar de nuevo y ahora sembrar alfalfa...

Allí, en aquel bosque sagrado, bajo cuyo cielo dormimos sólo por capricho una noche al raso, contemplando las estrellas correr, aterrorizados si los cárabos volvían a cantar, temerosos si se repetía la amenaza del alacrán que renacía junto al pedregal de la era, allí vi crecer las arrugas de su rostro, los callos de sus manos, los restos del picotazo del águila, allí me enamoré de “la leyenda del beso” que él silbaba, pero allí no pude adivinar que lentamente se me escaparía años después, el pelo encanecido, las manos cansadas pero fuertes, el aliento capaz, el beso fácil, la mirada fija, allí donde tenía yo entonces las lágrimas esquivas como hoy.


(“Debería uno conservar el recuerdo de la última vez que caminó de la mano de su padre”. Antonio Muñoz Molina, 'El viento de la Luna', página 113)