miércoles, 21 de septiembre de 2011

Échenme (a) los perros



Confieso sin avergonzarme que soy de esas personas (o personos, visca la paridad) a las que no amilana admitir que no le gustan muchos de los animales de los que nos hemos rodeado en la vida cotidiana. Gatos, hamster, boas, pulpos (!) y perros serían animales preciosos si los dejásemos en su habitat natural: el campo, el aire, el mar, en libertad no vigilada. Especialmente ‘amigo’ soy de los perros y en particular de los que me han hecho pasar espantosos ridículos después de haber pisado algunas de las cacas que tan acostumbrados están a dejar desperdigadas por las calles de Badajoz. Sé que cada día hay más cívicos dueños de perros que se ocupan de recoger la mercancía que los perros dejan, pero hay otros a los que importa ni mucho ni poco si detrás viene un niño que pueda pisar esos restos, que deje caer sobre ellos su balón, pelotita que luego cogerá con sus manos, manos que se llevan a la boca el donuts y la piruleta a peseta, piruleta a real. En fin, que muy amigo no soy yo de la cosa esta del bicherío en mi calle, en la acera... Por eso, me tiro de los pocos pelos cuando me entero de lo que ha decidido el concejal de los perros (que lo habrá, aunque no haya un concejal de las tonterías): ha sacado la libretina del banco y se ha hecho de perras de todos los contribuyentes (euros, vaya) para hormigonar las base de las farolas de algunos parques de Badajoz, que se están pudriendo porque en ellas se mean los perros. Y eso se va a remediar con nuestro dinero. Así que ya saben lo que deseo: pulpos a la mar, boas al desierto, gatos a los tejados, palomas al viento y perros al campo. Sé que no agradará esto a muchos, así que a vé, si su gusto es ese, échenme los perros. ¡Este Badajoz...!

Publicado en la edición impresa de HOY en septiembre de 2011

viernes, 2 de septiembre de 2011

Perrunillas por la Virgen de Aguasantas






(Fotos:
Desde la casa en la calle El Medio se esparcían por todos los contornos los aromas de las perrunillas, llegando si cabe hasta la ermita. Y la gozosa salida del sol, al que se ve nacer desde el majestuoso Risco de Barbellío antes de las 8 de mañana, en los días en que ya se celebraban al anochecer las novenas a la Virgen
.
Fotos M. López. Prohibida la reproducción sin permiso expreso del autor).



El día que madre lo anunciaba con voz firme y ojos de complicidad (“voy a hacer perrunillas para la Virgen de Aguasantas. Vamos a encender el horno”) toda la casa se llenaba de saltos y alegrías y hasta la gata recién parida se asustaba y escapaba por los tejados llevándose los gatos (miau, miau) en la boca, dando jadeantes viajes y más viajes desde la cuadra hasta ponerlos a buen recaudo en el pajar, no fuese que con aquella algarabía que se había desatado (ahí es nada, perrunillas por la Virgen de Aguasantas. Y magdalenas, y cajonitos de almendra, y bizcocho). Empezábamos a correr la voz. Yo me iba con el aro hasta casa de mi primo Manolo el de tía Carmela a contarle que íbamos a hacer perrunillas por la Virgen de Aguasantas. Sí, aquel verano (del año 57 o 58, no lo sé) estaba haciendo calor. Se quemaron los rastrojos tarde y había habido algún fuego que a buen seguro habría investigado la Guardia civil (¿ya no estaba el cabo don Tomás Carrascal?). Por aquello del calor, seguramente padre habría advertido que habría que tener mucho cuidado con el horno, el humo, que una chispa descuidada podría llegar hasta el pajar, donde ya estaba recogida la paja para las bestias en el invierno. Y el grano en los atrojes del doblao, sobre el que empezaban a reposar los melones, vigilados desde el techo por los tomates de cuelga.

Sabíamos que llegando ocasiones como esta, tocaban unas cuantas de cenas sin comer huevos, para dar tiempo a que las gallinas abastecieran del avituallamiento necesario para las perrunillas (protestamos la niña y yo. “Si queréis patatas fritas tenéis que pelarlas vosotros”, nos dice madre, ¿te acuerdas?). Eran sólo cinco o seis gallinas que se comían ávidas todas las cáscaras de melón y sandía habidas y por haber. Había sido un año de sandías y melones y pepinos. Otros habían sido los años de las berenjenas o de los pimientos, asados en el mismo horno, pero aquel año seguramente habría que cambiarle a alguien leche por pimientos, para aprovechar que íbamos a encender el horno y así asar los pimientos, dijo madre. Y es que, decía padre, tenemos que aprovechar lo que tenemos y cambiarlo por lo que no tenemos. Menos mal que la Lucera y la Naranjita no faltan a su compromiso diario con la leche. A ver, íbamos a hacer perrunillas y todo giraba en torno a ellas, a los huevos, al harina, el azúcar. ¡El harina! Había que plantarse enseguida en el garaje o en casa del Conde (“ligerito, echa una carrera a ver cuándo viene harina buena para las perrunillas, para las magdalenas, pero dile que no sea harina tan aterronada como la de la otra vez”).

Buen susto se dio la gata, que había terminado el trasiego con los gatinos que se le habían enchufado a mamar, cuando nos sintió entrar en desbandada al pajar, buscando los cartones viejos, palos, taramas, algunos ejemplares de El Buen Amigo, un serón viejo dado para la hoguera, hasta latas de conserva de sardinas, el embalaje de cartón del Cine NIC, restos de maderas que se habían ido almacenando por allí desde la última vez que encendimos el horno. Ahora el objetivo a cumplir era ir llenando el horno de todo lo quemable. Y salir a la calle, a ver si en el Corral Concejo o por la era de los riscos Candilitos encontrábamos cosas que se pudieran quemar.

Padre puso orden en aquel batiburrillo y nos conminó a no pasarnos. Que aquellas tablas de cajas de sardinas que nos habíamos traído de la cuesta del cine, de las puertas de la pescadería de mana Rosario, podían valer para algo, hasta para echarle un remiendo a la silla vieja de la cocina que tenía el asiento de tabla. Que no fuéramos más a la carpintería de Tapones a pedirle tacos de maderas que no le sirvieran. Que no trajéramos serrín, que a quién se le había ocurrido poner en el montón la jáquima medio rota, que no se podían echar al horno los cristales de la penicilina de las inyecciones de los guarros, si acaso sólo las cajas, que la escoba vieja no era tal escoba vieja, sino escobón para barrer las gallinazas, que no volviéramos a tirar ningún nido de las golondrinas, que luego el horno olía mal...

Cada vecera que acudía a por su leche recibía el aviso de que el viernes íbamos a hacer perrunillas por la Virgen de Aguasantas, que si tenía algo que quemar lo trajese al horno. Alguna, no recuerdo quién, se ofrecía para ayudar, yo creo que por si caía algo. “Aquí no nos hace falta que nos ayude nadie”, decía Tía Toribia. Y hasta Alonsino la Paula, que estaba siempre por el corral de la casa y que entraba por una puerta y salía por la otra, se ofrecía con su voz ronca. “Yo vengo a ayudar también”, decía meándose de risa y mirándonos buscando nuestra complicidad. Cuando te encontrabas a Alonsino la Paula por la casa nunca sabías si entraba o si salía. Mano Juan el Quinto nos lo tenía advertido y me decía (con su risa tan singular, de perro viejo o de sabueso, a veces de granujilla), enseñando ora uno, ora otro de los dos dientes que le quedaban, uno arriba y otro abajo, en distintas esquinas de la encía. “Cuidado con ese, que es un pájaro. Anda, Manolito, o tu Josefita, dile a tu madre a ver si tiene por ahí una copina de anís para mi, que luego nos vamos a ir los dos al regato Los Pozos y te monto en el burro ese, 'El Lápiz', que yo te lo voy a regalar”. Alonsino no, Alonsino no pedía copinas. Ni tío Alejandro Cachimba (que le decíamos Aleandro), que entraba más de tarde en tarde, farfullando como en voz baja alguna cantinela de las suyas mientras Tía Toribia lo miraba con cara de pocos amigos.

Cuando madre hacía perrunillas por la Virgen de Aguasantas otro que no faltaba era tío Diego, el marido de tía Reposo, los padres de tía Conce. Siempre con aquel sombrero que le acrecentaba aún más la cabeza, con un pañuelo sudado al cuello, siempre con una colilla de cigarro en la boca. Madre lo miraba con sorna y yo creo que, con perdón, se cachondeaba de él, lo mismo que de todos los moscardones que llegaban por allí de vez en cuando, con el pretexto de siempre (“que ya me he enterado de que vas a hacer perrunillas por la Virgen de Aguasantas, que ya sabes...”). A padre no le gustaba que madre le gastase bromas al tío Diego, era su tío más directo y padre se enfadaba siempre que alguien quería sacar de sus casillas a otros, con risas (que lo conseguía siempre). Padre todavía estaba bien, aunque la rabaílla le daba problemas y tenía que fajarse por eso o por alguna hernia, no lo sé. Madre nunca se quejaba. Eso es, aunque las llamas del horno le pusiesen la cara ardiendo y se quemara literalmente los brazos para entrar y sacar las bandejas con las perrunillas, aunque aprovechara el día de las perrunillas para hacer jabón, aunque tuviera que lavarse catorce veces las manos para despachar la leche con la ayuda de la Toribia que fregaba el suelo con agua caliente para que se fuera pronto la pringue del jabón que se había vertido, aunque hubiera de atender a los garbanzos, aunque tuviera que espantar a la gata y a los moscardones, aunque por allí estuviéramos rondado a ver qué sacábamos Francisco, la niña y yo. Así era madre: nunca se quejaba.


(Publicado en la revista oficial que la Hermandad de la Virgen de Aguasantas, que preside Antonio Trigo Lorido, dedica a las fiestas de la Virgen del año 2011)