miércoles, 27 de junio de 2012

Badajoz, del suelo al cielo

El chiquino que es paseado en el cochecito por las calles de Badajoz, cuando es aún un bebé con su chupete, asiste curioso al desfile de imágenes de una ciudad agigantada, lo que se ve desde las cuatro paredes de su carrito de paseo. Desde allí ve también, curioso, asombrado y harto al final, las caras que ponen los adultos que se asoman a saludarle: -¡Eh!, chiquitín, guapo.... cuchi - cuchi... Cuando un niño es sacado de paseo a la calle ha de padecer el espectáculo de docenas de personas que se asoman a verle, comentando y pontificando sobre él: -Igualito que su abuelo. -Se parece más a su mamá. -¡Fíjate qué rizitos más graciosos! -Esos ojitos.... Ese renacuajo crecerá poco a poco y lo normal es que no se acuerde más de esas visiones que enmarcó en su vida de pequeño. De ese Badajoz que conoció desde el suelo y que crece a sus ojos también muy rápidamente, pero menos que él. Porque el bebé pasa a tierno infante de a pié y de ahí, tras sucesivas épocas, llegará a ser mocita o mocito. Recorrerá las calles de su barrio hasta la guardería, el colegio, el Instituto y quien sabe si hasta la Universidad para luego ya, (después de fiestas de cumpleaños, de fin de curso en la guardería, de fin de las clases de Primaria, de graduación, de Paso del Ecuador, de entrega de bandas y de orlas, de fin de curso) plantarse en las calles de Badajoz y reconocer ya desde arriba lo que empezó conociendo desde abajo, en los mismos baldosines. Ya la ciudad, en este caso Badajoz, es un mundo en constante evolución aunque hay cosas que nunca van a cambiar. Hubo y seguirá habiendo perritos que son llevados de paseo por sus dueños, carteles que anuncian mercancías a pie de calle, operarios que con sus máquinas rompen el silencio momentáneo de las calles madrugadoras, perros que se olisquean y conferencian entre si de la mano de sus dueños, material que el frutero deja a la puerta de su tienda para exhibir su mercancía, bancos de hierro que esperan sus primeros usuarios a los que ofrecen un punto para el reposo o una excusa para el respiro, motos aparcadas descansando del asfalto mientras esperan la vuelta de sus dueños, una fuente que deja chorrear aún sus gotas de agua que en los albores del día se han confundido con el rocío, un músico callejero que suelta su imaginación mientras llena el suelo de colillas y deja que las notas de su pianola adornen las calles y envuelvan y traten de acallar el rugido de los motores... Algunas historias del suelo Clarita es una perra humilde, de 15 años, que pasea su vejez de manos de su dueña por Santa Marina alta. Sale cada día y arrastra su cuerpo despaciosamente, mirando desde abajo, desde el mismo suelo, un Badajoz que a sus cansados pero limpios ojos se ha disparado en crecimiento. Ahora pasa cerca de lo que fue el chalet de los Calzadilla, sobre el que hoy se eleva un edificio de más de 10 plantas que alberga el sueño de cientos de pacenses. Según me cuenta su dueña, Clarita “es más buena, más lista... Sólo le falta hablar. Lo entiende todo. Pero está muy vieja”. En su deambular Clarita se tropieza con el anuncio de los pollos asados “El Pío Lindo”, de la calle General Palafox. El cartel, a las esquinas del Banco Santander en lo que fue la Cafetería Cervantes, anuncia la mercancía de ese asador que desde bien temprano despierta las papilas gustativas del personal. Hoy es domingo y el barrio se ha engalanado zalamero para disfrutar de la fiesta, aunque eso no es obstáculo para que una inoportuna avería haya hecho que los operarios hayan debido salir del descanso para practicar una reparación urgente en la calle Virgen de Guadalupe. Muy cerca de allí, dos perritos de la misma familia intercambian impresiones. Las dos mascotas pizpiretas se hacen confidencias matinales. Se conocen de más, van sujetas a la misma cuerda, salta a la vista que las dos perritas de razas que ignoro presumen del traje festivo y colorista de su dueña, que las lleva de paseo en una mañana de un calor contenido, a la prudente hora en la que otros habitantes del barrio, los cansinos pájaros, aún deben andar por los árboles cercanos buscando insectos con que alimentarse. Más abajo, tras pasar por la zona militar, un banco espera la llegada de los primeros abueletes cansados. Las patas del banco (plagadas de laboriosas hormigas, afanadas en descubrir por dónde andará ya la senda que antes transitaban y que una ráfaga violenta de aire borró) asisten impávidas al trajín de las hormigas, que se depositan en los zapatos viejos de un pensionista que remira algún folleto de El Corte Inglés, de Día o del Eroski. El abuelo, provisto ya del teléfono móvil que la familia le ha regalado, llamará a casa a preguntar si compra sardinas o alguna de las ofertas que ha visto anunciadas y se expondrá a la bronca doméstica por haber usado el teléfono (“¡gastar, gastar, estás siempre gastando! Y además, hoy es domingo...”). Mirará al suelo, mascullando su protesta y tragándose su orgullo y descubrirá horrorizado que las hormigas han abierto una brecha en uno de sus calcetines y pretenden escalar una pierna que parece depilada y pintada de un blanco níveo que delata una cierta decrepitud. Curioso, las piernas eran blanquísimas como las del bebé que miraba asombrado a los paseantes que se agachaban y se dejaban caer sobre el cochecito elogiando los ricitos del bebé sonrosado y también blanquecino. Y el abuelete miraba también a todos con cara de asombro, la cara del Badajoz que se ve desde el suelo al cielo. (Publicado en la Revista oficial de Ferias del Ayuntamiento de Badajoz, junio de 2012).

jueves, 21 de junio de 2012

Tenerife-Badajoz, con pic nic en Gargantera

¡Quién me lo iba a decir! Me he ido en mayo a Tenerife, allende los mares, con casi un centenar de badajocenses de la capital, de Mérida, Zafra, Jerez de los Caballeros, Almendralejo,... Allí estábamos compartiendo de la mano del IMSERSO las viandas, las excursiones, las caídas ante la guagua, los vientos alisios, los ¡¡chachooo!!, las carreras para no perder comba en el comedor del Hotel Punta del Rey (en Las Caletillas) aunque había tres horas para cada comida, pero a vé, las prisas cuando no las ansias...
     Ha sido una experiencia divertida, aunque no he bailado. Quizá lo más divertido ha sido todo lo que ha girado en torno a los teléfonos móviles y a las preguntas a Candelaria, la azafata de Mundo Senior, respondiendo una y otra vez a las mismas cuestiones. (Espero que el lector ignore lo que decía de estos viajes la lengua viperina de Alfonso Guerra: “Estos del Gobierno, ¡qué buenos son, que nos llevan de excursión!)
   Como no había en el grupo mucha gente de campo (se veía alguna gorrina campera, eso sí), pues no hemos podido asistir a las preguntas del excursionista a la familia acerca de si ha parío o no la vaca Lucera o si el año viene bueno de higos o si han recogido ya alguna camá de patatas. El encontronazo mayor es ante la bolsa del pic nic, cuando el venerable público descubre que no trae ni jamón ibérico, ni lomo, ni gazpacho frío ni un botellín de vino...
   Al salir de Madrid con destino a Badajoz, la azafata anuncia una parada de 40 minutos. Una excursionista contesta al teléfono, con el silencio respetuoso y curiosón de todo el autobús. “¡Que llegamos a Mérida a las siete y media! Antes vamos a parar en... a ver, en Gargantera...” Carcajada general y enseguida los demás nos animamos a soplarle el nombre. ¡En Gargantúa, en Garguera, en el Lagarto...! Y los fue repitiendo todos. Pero era en Lagartera.
 (Publicado en la edición impresa de HOY el jueves 21 de junio de 2012)

lunes, 4 de junio de 2012

¡ Quítasela, no le dejes pensar !

Fui pocas veces a El Vivero. Era para mi como una fortaleza, cuando de pequeño aprendí algo de lo que sé en los pasillos del Seminario, bajo la tutela de curas que marcaron una parte de mi vida, la inmensa mayoría de ellos para bien. Me deslumbró El Vivero desde el Seminario porque en aquellos años algunos futbolistas,como Calín, iban a jugar en los campos de tierra y se enfrentaban a “los curas”, como Pedro Miranda, Simal o Modesto. Algunos jugaban con sotana y lo hacían de lujo. De aquellos años también me impactó el berrido nocturno (eso me parecía) del tren. Aquello me imponía, sobre todo la primera noche en que lloroso entre las sábanas lo escuché, yo un niño de diez años. Por vez primera lejos de mis padres, de mis hermanos, de mi pueblo, de las calles, de los pardales, de los regatos, de las encinas... Años después vi jugar ahí a Cruyff, a Iríbar, a Pozo, a Zamorano, a Toni Cabello, a Tienza, quizás a Heredia, a Borrego, en fin, a muchos que se partían el pecho por alcanzar la escasa gloria que da una Tercera o una Segunda División o un Trofeo Ibérico en los tiempos que en que Antonio Guevara ilusionaba a toda una afición que podía ver de cerca a las figuras de relumbrón. Se me quedó grabada una escena protagonizada por un entrenador a quien también vi jugar de portero. El míster aleccionaba a un defensa, secante de un delantero peligroso. Y cuando el delantero agarraba la pelota el míster le gritaba: “¡Quítasela, no le dejes pensar!” Ni el becerro del Seminario, ni los pardales, ni el rugido del tren... Nada me queda ya. Sólo, gracias al míster bonachón que ejerce hoy de abuelo, Rogelio Palomo, aquella orden fulminante. La escucho cada vez que veo a la Merkel, Rajoy, De Guindos y me acuerdo de la prima de riesgo o del viajero presidente del Supremo: “¡quitásela, no le dejes pensar!” (Publicado en la edición impresa de HOY el lunes 4 de junio de 2012)