lunes, 23 de febrero de 2015

Cuidado, que hay ropa tendida









Lo peor era el picor en las orejas, el dolor en las rodillas, en los tobillos. Lo de las orejas eran sabañones, no había dudas. Y llevar una lata de conservas de pescado (mecachis, no me acuerdo de la marca, sí sé que había pintada o retratada una sardina esbelta o un boquerón, a saber) con las brasas arrancadas de la candela de casa, justo un momento  antes de salir, venía a ser como un consuelo en aquellas paredes sudorosas de mi escuela, mientras don Pedro Nieto Moralo, mi maestro, que por ahí anda desde su Zarzacapilla hasta tierras de Mérida, nos aleccionaba sobre cuestiones importantes, como las amebas, la función clorofílica, las andanzas de Don Quijote (que también), las libras los cuarterones y las arrobas (ya había arrobas, ¿qué se creen?) las lagunas de Ruidera, los afluentes del Guadiana, los cabos y las penínsulas, los quebrados, siete por nueve sesentaytres, los partidos judiciales, el Bierzo y La Maragatería, Tizona y Colaca, la Tierra de Barros…tiempos gloriosos aquellos que aún recuerdo mezclándolos indebidamente con la división (sí, división) comunitaria de ahora mismo.
Pero, a lo que iba, al frio que nos comía los huesos aunque ahora parece que fuera muchísimo más. En cuanto en una escuela se apagan los radiadores tenemos las protestas, el querer colgar al maestro como si él fuera el culpable y yo he visto a maestros asistir a clase con bufanda sin quitársela en toda la jornada porque al día siguiente había que volver y no había sustitutos. Allí, entonces, lo peor eran los sabañones, las orejas peladas, las narices rojas, los dedos llenos de padrastos. Había, a pesar de ello, un pequeño consuelo que no nos era dado a los chiquinos. Porque era necesario ser mayor para disfrutar del privilegio de los pantalones largos. Hasta que uno no tenía la edad debía acudir a la escuela, a la calle, con pantalones cortos y las niñas con faldita y si acaso unas medias de hilo. Es algo que no he conseguido explicarme nunca. Como tampoco que no nos pusieran gorras aunque algunas bufandas sí que había, las que nos hacían con los restos de las cortinas viejas, que calentaban pero nos arrugaban los cogotes hasta la exageración. Aquellos restos de las jaldas o de la tela de los colchones nos llenaban de sarpullíos y no había quien le pusiera remedio al problema, si acaso unos polvos talco o los de Azol, que servían para todo. Pero era la ley de vida entonces y yo debo recordar con añoranza aquellas fechas, aquellos hechos.
  (Este domingo pasó el afilaor y el lunes se nos ha muerto Fernando Serrano Mangas, cumpliendo la predicciones más funestas que había hecho Gloria, la mexicana asentada en el pueblo).

Encangallados bajo las sábanas

Terribles eran los fríos de mi pueblo, de aquellas noches en las que encangallados asíamos las sábanas con las manos apretujadas como para amordazarnos los pies, como si fuéramos las raíces de los alcornoques enroscadas.
Pero el tiempo no se para y ahí está la realidad que va superando todo lo presente, Con aquellos fríos vivíamos en el campo, de arriendo. En el cortijo de Las Navas que era de los Fernández Salazar y pasó  a otras manos. Allí el frio se nos comía en los pasillos aunque había una hermosa candela. Un gato malévolo se acostumbró a  comerse los huevos recién puestos por las gallinas y hasta los de una pava gansa que había por allí, haciendo el tonto y dejando caer los huevos donde le parecía. El gato pasó a mejor vida, se lo ganó a pulso, quién le mandaba a él. Estaban José Malpica, Luis Tijerilla, la Toribia, mi Toribia, José el de la Rabiosa, Félix el Caza. Y padre y madre, Francisco y Jacinta. Mis hermanos, mi hermana. Todos ellos raíces de mi infancia, bases de mi testamento vital que llevo ya muchos años empezando y no acabando de redactar. Con las higueras, con la alfalfa, con el maíz, con la oropéndola que mi padre me enseñó a distinguir. Con el perejil, con los balidos largos y profundos de alguna oveja, con las vacas rumiando alguna alfalfa. Esta era la vida.

Al calor de la candela, en la que tostábamos el pan para mojarlo en aceite joven, churruscaban las taramas. No había radios ni luces, más que la del candil. Ni bicicletas, ni balones, ni carnavales. Debía ser por Navidades porque ya el viejo casumbo olía a caballos de cartón, tal vez a turrón de Barcarrota, a caramelos. Llegó por aquellos días el petroman, lo último en iluminación doméstica. Pero no consiguió arrumbar el candil. No había dinero para velas, más que en los entierros de tres capas (el poder adquisitivo del difunto y sus deudos se medía por las capas de los entierros, una capa, dos capas, tres capas ya era el no va más, me contaba el monaguillo José Oñivenis). Ya hacia rato que se habían callado las gallinas y si acaso mugía alguna vaca porque pisó algún becerro y este replicó con un meneo a las ubres, pese a la hora. Pero en la oscura cocina se apagaban las últimas brasas. Nosotros dábamos quizás algún repaso al cuaderno de las tareas o a la pizarra y el pizarrín con que habíamos perpetrado las últimos cuentas, las sumas de arrobas y cuarterones para acostumbrarnos, por si de mayores nos hacía falta.
  Padre no se dio cuenta cuando preguntó otra vez mirando los zapatuchos amontonados.Y ahí fue cuando madre, atenta permanentemente, le dijo algo que no he olvidado. “Calla, que hay ropa tendida”. Yo quise mirar a la calle, donde se tendía la ropa, pero todo era oscuridad y yo no veía ropa tendida. Aquella noche iban a llegar los Reyes Magos para traerme un caballo de cartón. Hoy, más de cincuenta años después, he comprendido qué significaba lo de que hay ropa tendida. Ya no me pican las orejas ni me duelen tanto las rodillas. Hoy me preocupan otras cosas más que la ropa tendida.
Allí, en el cortijo de Las Navas, ronroneaban al anochecer las vacas, las gallinas, algunos perros y muchos grillos en los veranos, en esa extraña mezcolanza campesina que envuelve la vida en torno a los establos, por las escorrentías, a la sombra veraniega de las higueras, desafiando a las culebras entre el maizal, temiendo en las noches sin luces el canto de los cárabos, soñando con la posibilidad de la llegada de las lechuzas que nos decían que te echaban escupitajos a la cara y se te quedaba la marca de esas viruelas de por vida.…
Luego, pasando las hojas de calendario, he tenido oportunidad de decir muchas veces que hay ropa tendida refiriéndome a mis hijas, a mi nietos. Por lo general ha sido cuando hemos hablado de los Reyes Magos, que como todo el mundo sabe no son los padres, sino tres señores que llegaron trayendo oro, incienso y mirra y que aún siguen por aquí merodeando, aunque ya no entran por las chimeneas, sino por las ventanas de las casas que previamente se han dejado abiertas. Y eso de las ventanas es lo que me ha recordado otra vez las ropas tendidas, porque las veo a diario desde mi propia casa. En ocasiones he visto colgados al sol trajes carnavaleros. Otras veces, en algunos ventanales generalmente de patios interiores, hay un pantalón solitario, que se tira allí días y días. He podido averiguar una pillería sobre un sospechoso y solitario pantalón, que parece no secarse nunca o que el dueño ha olvidado o deja cada noche para que se oree. Eso si es que es de hombre, porque podría ser de mujer. El que yo he visto es de hombre y me contaron que era el del ganadero que acudía a ver a su amada y que esta lo dejaba allí colgado para que otros amantes quedaran avisados de que había un hombre en la casa. Lo que se dice ropa tendida, sin más.


Publicado en la Revista oficial de Carnaval del Ayuntamiento de Badajoz, febrero de 2015.