Vistas de Badajoz en el entorno del nuevo Parque del Guadiana. Y, al final, el cochino "entreverao" pintado por mi hija Paz López Sanjuán para la "Iberian Pork Parade".(Fotos, Manolo López)
Saltar como un poseso de
la furgoneta, para poder colocarse delante del hermano que reclamaba también
ejercer aquí su mayoría de edad y su primogenitura, aunque ahora la norma bien
podía ser la de “maricón el último”. Abandonar la DKW de color verde aceituna
por la primera puerta que se viera abierta para llegar a situarse corriendo
delante de las persianas del quiosco de San Andrés. En una caja de cartón que
en su día albergó unas botas
Segarra venían cuidadosamente
doblados los cuentos que el ávido lector se disponía a cambiar. Eran aventuras
de Roberto Alcázar y Pedrín,
de El Zorro, TBO viejos con las aventuras de las Hermanas Gilda y el pobreCarpanta (siempre bajo la alcantarilla soñando
con un pollo asado, como los que ahora compro yo de cuando en cuando en el Pio Lindo de mi calle) y los hermanos Zipi y Zape y don Pantuflas y el doctor de los inventos. La caja
llena de los cuentos que íbamos a cambiar había estado semanas y semanas en lo
alto del topetón de la cocinna, al lado de la mano del almirez y unos hermosos
platos viejos con escenas de gallos increíbles, junto con un caldero auténtico
de cobre deGuadalupe. Esa caja volvería después al mismo sitio, una vez
hecho el cambalache de las revistas y en ella volveríamos a ir recolocando los
cuentos nuevos, una vez leídos, para en un ciclo interminable volver a sacarlos
unas semanas después, porque no todos los días se terciaba un viaje a Badajoz.
Lo máximo a lo que se
podía aspirar quizás era a visitar Badajoz en la feria de San Juan. Ahí tendría
yo la primera oportunidad en mi vida de comerme un helado azul, que decían era
de Pitufo y yo no sabía qué era eso de los
pitufos. Ni yo ni casi nadie de los que alternábamos los viajes a Badajoz en
las furgonetas DKW de Francisquino
Marín, de Quiquito o de Jacinto
Marabel. Algunos tendríamos más suerte, como yo, que cada dos por por
tres me rompía un brazo ya fuera jugando a la gata paría o haciendo virguerías
con el tentemozo de una maquina cosechadora que llevó al pueblo Vicente Giralt, que había sido
varias veces campeón regional de ciclismo y contagiaba de su entusiasmo por la
vida a cuantos nos topábamos con él. Vicente iba acompañando a la máquina, él
montado en una moto Guzzipor
los caminos que llevaban deSalvaleón a Almendral. Por Las Navas, por La Bejarana, por la huerta de mano Frasco, por lo de Monsolina. La moto de Vicente era igual que la de don José Rubio Armesto, el
veterinario, el marido de doña Erundina y padre deOlegario, que luego
se compró un seiscientos verde para ir a vacunar a las ovejas y a las cochinas
y ayudar a parir a las vacas que traían el becerro atravesado. Pues Olegario, como Juan García o Juan
Cuenda o Juan Cachimba, todos ellos
veían pasar antes sus ojos aquellos cuentos que, en armoniosa camaradería,
repasábamos una noche tras otra a la luz escasa de bombillas de quince bujías o
con candiles de mala muerte o incluso a base de lamparillas hechas con
mariposas de cera reposando y chisporroteando en la noche sobre un lecho de
aceite renegría, noche tras noche, agigantando las sombras, invierno tras
invierno, como si el hogaño no tuviera derecho a noches más iluminadas y porque
los cocos de la luz, las luciérnagas, no hubieran comprendido nuestra precisa
necesidad nocturna de luz más luz, como dijo al morir Goethe, pero de ello no sabían
nada El Coyote ni Roberto
Alcázar.
De la Plaza de San Andrés la furgonetas DKW se fueron al Salto del Caballo, a los brazos
amables y bonachones de Micha,
el generosoMicharet, el más flamenco de los amigos de los bares que he
tenido, al que aprendí a querer en compañía de mi también bienamado Joaquin Rojas Gallardo, que se
nos fue bajito en Italia para venir a reposar finalmente en España pasando por
su Sevilla pero sin los jaleos de la feria
de Badajoz. Ahí ya nos perdimos porque se nos quitó de delante el quiosco
de San Andrés, en el que
tras las aventuras de El Coyote yo tropecé con Emilio Salgari y empecé a amar la narrativa. Había
libros, sí, pero ya no eran lo de antes y ya había que recurrir a las
bibliotecas, como la que yo visitaría años más adelante en elSeminario,
bajo la tutela de algún Padre Prefecto poco amigo de esas cosas de los libros,
aunque aleccionador de la lectura pía que no es la que buscábamos quienes encontramos
en la estantería de los libros prohibidos tanto el Cantar de los Cantares como las novelas de Juan Varela, que eran el no va
más para los cortos años de unos mozalbtes que eran llevados a pasaer alFuerte
de San Cristóbal o a las
inmediaciones del Parque
Ascensión,en Palomas,
con la sotana (¡a los once años!) y la estola o beca roja además del bonete…
Allí nos hacía fotos El Rápido,
el fotógrafo padre de Juanito
Paredes. Ya allí se había pasado de Salgari aGóngora y Santa
Teresa y ya también habíamos
dejado atrás el paseo de San
Juan o los comercios de Los Ángeles yLa Paloma para llegar sin solución de
continuidad a lo que es hoy el Carrefouro El Corte Inglés o El Faro, un caos mental total
en suma. Pero antes, pasando por el paseo de la Plaza de Minayo, donde una
piara de guarros de distintos pelajes saborean bellotas de asfalto ahora bajo
un sol de justicia. Ya no van a engordar más, ya han crecido lo suyo, pero ahí
están poniendo sabor y color ante los ojos descreídos del viajero que contempla
el panorama de la piara entre burlón, descreído y emocionado.
Pero sigamos: De las
orillas de la Playa de Amigos
del Guadiana habríamos
saltado en el tiempo a lo que todos llaman hoy el pulmón verde de la
ciudad, un Badajoz que bastante tiempo ha vivido de espaldas a su río, al
que ahora parece adorar. Porque lo merecen, la ciudad y el río.
(Publicado en la revista Oficial de Ferias del Excmo Ayuntamiento de Badajoz., junio 2015)