Las calles de mis dos pensiones, en Eugenio Hermoso (Las Peñas), y Bravo Murillo. Y otros rincones de nuestro paso diario. (Fotos M. López)
Los
qué eramos unos jóvenes imberbes, que paseábamos por la calle San
Juan hace 50 años y vivíamos en una pensión, somos los que ahora
vivimos de una pensión
No,
claro que no es lo mismo ni parecido vivir EN una pensión que vivir
DE una pensión. El tiempo ha corrido lo suyo, imparable. Los
jóvenes casi imberbes que en 1967, hace cincuenta años, paseábamos
fardando con los libros bajo el brazo por la calle San Juan y nos
recogíamos a eso de las ocho de la tarde en nuestras respectivas
pensiones somos los mismos que ahora vivimos mayormente DE una
pensión. Había que recogerse a esas horas porque llevábamos a las
espaldas siete u ocho horas de clase, pero sobre todo porque la
patrona de nuestra pensión, que llevaba también muchas horas
levantada, exigía que le cena fuese a las nueve porque ella también
tenía derecho a descansar y llevaba todo el santo día aguantando
mecha. En
la calle San Juan nos encontrábamos los alumnos de Magisterio,
mezclados los cursos. Y estábamos los que eran de Badajoz, como mi
entrañable Carlos Roncero y otros como José Antonio Rojas, Tony
Méndez, José Antonio Márquez, y los de los pueblos, como mi
paisano Juan Sanguino, Santiago Llorente Vera, José Luis Pulido,
Pepe Hernández el Betis, Carlos Aldana, Agapito, Alonso Isidoro
Frutos, Valeriano Santos... (como ven, nada de mujeres aunque por
allí estaban Carmina, Angelines, Jacinta, Amparo, todas ellas hoy
dignas y jóvenes abuelas) una mezcla variada de personas a las que
la vida ha ido desperdigando y colocando en distintos lugares, a
cual más separado. Aunque pesaban mucho los libros y los cuadernos,
era muy poca la edad y podíamos superarlo, por lo que eran más las
risas que los lamentos. En la pensión nos estaba esperando una
tortilla francesa o una rodaja de pescado o tortilla de patatas... y
tal vez una naranja o una manzana y los fines de semana un plátano. Hasta
la pensión llegábamos también con el temor a la ducha, porque al
menos en los dos años que este estudiante estuvo de pensión en
Badajoz ni un solo día salió agua caliente en la ducha. Así, le
huíamos a la experiencia por la mañana y por la noche ya no había
más remedio que colocarse bajo la cebolla y encomendarse a todos
los santos. Gracias a eso los resfriados eran escasos o por lo menos
no muy frecuentes. La
vida en régimen de estudiante en pensión tenía el aliciente de
las reuniones de mozalbetes en la casa o en la pensión de uno del
grupo. De las más gratas que podré recordar en mi vida están las
que vivimos varios de nosotros en la casa de Carlos Roncero (en los
grupos de la Soledad, donde hoy está el Banco de España, con su
madre Eva Acedo a quien recuerdo ahora en estos días de enero,
recién fallecida) o en la pensión de José Luis Pulido, en la
calle San Pedro de Alcántara. En ambos casos buscábamos la
proximidad de un examen para repasar y al mismo tiempo “repasarnos”
el chorizo que aportábamos los de Salvaleón y la cerveza o el vino
con que nos obsequiaba Carlos. En la pensión de Pulido, en la cama,
hacíamos las láminas que nos mandaba don Isauro Luengo y gracias a
la buena mano de Pulido íbamos aprobando todos, bien fuera pintando
una oreja, una gamba gigante, el puente de Alcántara, un cántaro
de Salvatierra, los pies de un romano con los dedos al aire y las
chanclas abiertas... Las
dos pensiones en que viví en aquellos años estaban por la zona de
San Andrés, en la calle Bravo Murillo y en la calle Las Peñas
(Eugenio Hermoso), en los tiempos en que en la Plaza de San Andrés
existía, boyante, el quiosco en el que podíamos cambiar las
novelas ya leidas por otras sin leer, pagando una cantidad
aceptable. En ocasiones en San Andrés vendían castañas. Había
una farmacia con un señor farmacéutico temible (alto, enjuto,
adusto, amenazante...) y allí tenían su parada los coches de
viajeros que llegaban a dario a Badajoz desde mi pueblo, Salvaleón;
Calzados el Barato, la iglesia, la tienda de los colchones y poco
más. Por supuesto, nada del san Judas que ahora veneran los días
28 de cada mes, te digo yo lo que hay. Por
aquellos años de penuria una de mis patronas de pensión tuvo
necesidad de ausentarse unos días (era de Almendral, se le murió
algún familiar ) y a los pupilos nos encomendó ir a una casa de
comidas que había en la calle y que ofrecía un menú que se nos
antojó aceptable por cuanto suponía un cambio al diario, aunque
no era ni mejor ni peor, sino todo lo contrario: o sea, igual. Era
el café bar Ideal, comidas. En aquellos tiempos no había ni menú
del día ni platos a elegir. Era la comida, sencillamente y sin más.
Un primero, algo de segundo y un postre que podía ser una tajada de
melón, una mandarina o un café. Lo más adorable eran los manteles
de hule, a base de cuadros rojos y blancos y cuántas veces he
lamentado no haber dispuesto de una cámara de fotos para haberlo
inmortalizado para la posteridad. En
otra de las pensiones, en la calle Las Peñas, la vida era más
divertida. No teníamos televisión ni tampoco agua caliente, pero
nos juntábamos tres estudiantes en una misma habitación y a nuestro
lado en dos habitaciones convivían cinco fontaneros y escayolistas
que estaban trabajando en los bloques de viviendas que en esa fecha
se levantaban la barriada de La Paz. Juerguistas como ellos solos,
regresaban del trabajo al anochecer cantando, satisfechos y felices …
por tener trabajo. Cerca
estaba la pensión de María Arcos, en la calle El Tercio, de la que
ya he hablado otras veces en estas mismas páginas de las revistas
de Carnaval o del Ayuntamiento de Badajoz, mujer a la que recuerdo
con entusiasmo como a sus hijas tan de mi pueblo y tan de Badajoz. Por
aquellos tiempos pagábamos en la pensión de la calle Las Peñas 60
pesetas al día, 30 por la estancia y 30 por las tres comidas. He de
admitir que a veces le decíamos a la señora de la pensión que tal o
cual día no íbamos a comer y al liquidar el mes nos descontaba el
día que no habíamos comido... Mentira, con un bocadillo de foie
gras de Apis y una naranja nos arreglábamos y esas 30 pesetas
sabían a gloria para cañas en el Hogar Cacereño, en Los Gabrieles
o en Las Lanzas donde una caña costaba dos pesetas... si es que se
pagaba. Ni había carnaval ni atenciones a los otros amigos
de los estudiantes que eran los perros y los gatos callejeros. Por la
calle el Tercio y sus inmediaciones hay ahora hasta peluquerías de
perros, como las que he podido fotografiar en estos días. Perra vida
la nuestra, virgen santa, lo que hay que vivir. Menos mal que
cincuenta años no son nada. A vé...
(Publicado en la revista oficial del Carnaval del Ayuntamiento de Badajoz. Febrero/marzo de 2017)