Con
estudiada parsimonia bajó del noble caballo, que relinchó molesto
al sentir que era atado sin contemplaciones a las puertas mismas del
vetusto establecimiento. Se sacudió, orgulloso, el polvo del camino.
Vestía un terno comprado en las rebajas de Primark. El fulano
apestaba a sudor, pese a los esfuerzos del desodorante de barra que
se había aplicado, lo que multiplicaba el efecto pestífero o
pesticida. Se ajustó el sombrero cordobés, ay mi sombrero, y empujó
los postigos atravesando la entrada al cuchitril. Como suele suceder
en estos casos, su sombra, alargada como la del ciprés, se proyectó
sobre el entarimado en el que hizo sonar sus botas y rechinar las
espuelas. Una pizarra, frente al cliente, pregonaba las exquisiteces
culinarias de la casa. El enjuto mojamuto del camarero le esperaba
silbando, haciendo como que sacaba brillo a unos vasos también
comprados en las rebajas.
-¿Qué
va a ser?, preguntó el sirviente.
-Un
palacio quemao le escupió a la cara el forastero.
Cansado
el sol de tanto y tanto caminar, el viajero miró a la pizarra
dejando el colt aún humeante sobre la cochambrosa barra. La tablucha
se rodeaba de otras advertencias, entre ellas un hermoso “Hay
sebos vivos” remarcado con pintura de color rojo.
-¿Sin
más?, preguntó el enjuto.
-Quiero
también una tapa de vestigios y una ración de gansos.
-¿Para
tomar o para llevar?
-Los
vestigios caerán aquí, pero los gansos me los llevaré al puesto
que tengo allí.
No
hubo más. El forastero calló y fuese, cual flautista de Hamelin. El
enjuto se quedó dormido y cuando despertó los gansos aún estaban
allí.
(Cualquier
parecido con la realidad es pura coincidencia).
(Publicado en la edición impresa de HOY el 19 de enero de 2018)