sábado, 26 de marzo de 2011

Antes de las elecciones, si Dios quiere




Han sido tantas las promesas, tantas las mentiras, tantos los adelantos, tantas las fotos... que ya no sabemos qué hacer con el parking de Conquistadores, ese que supuestamente iba a facilitar la vida a los automovilistas de todo Badajoz y a nuestros visitantes, al servir los varios cientos de plazas de aparcamiento para descongestionar esta zona tan transitada. Ahora mismo, al día de hoy, en la obra del parking no se ve trabajando ni un alma. Y si terrible es ver solitario el desierto de la parte superior (con sus palmeritas increíbles) no menos desalentador es ver que debajo, en las tripas del aparcamiento, no hay ni un alma en pena. Y eso que para el día que lo quieran inaugurar ya tienen ahí hasta la bandera que ondea desde el edificio de la Delegación de Defensa, bandera que se cansará de esperar que le rindan honores el día de la inauguración.

Confieso que fui uno de los varios cientos de pacenses que incluso llevó al ayuntamiento hasta la fotocopia de la documentación de mi coche y solicité el certificado de residencia, para que se vea que soy un vecino al que podrían facilitar el acceso a una plaza, por residencia en cercanía (previo pago de su importe, como es normal). Nos dieron largas una y otra vez y menos mal que uno no soltó un duro, por si las moscas. Al final va a resultar que sí, que fue acertada la decisión de esperar sin aflojar la pasta. Así que ahora a confiar en que suenen los clarines electorales porque a buen seguro que en cuanto entremos en campaña electoral la cosa se acelerará y allí que acudirá la cohorte de candidatos a cortar la cinta y dar paso a la marabunta de coches. Aunque a lo peor ni eso, a lo peor no son capaces de ponerlo en marcha después de tanto tiempo y tanto dinero. En fin: esto es Badajoz, esto es lo que hay.

lunes, 7 de marzo de 2011

El chiquino que llegó a Badajoz





(Artículo publicado en la Revista Oficial del Carnaval de Badajoz 2011,

editada por el Excmo. Ayuntamiento de Badajoz)

El chiquino era un guá (no sé si con acento o sin él). Tras atravesar los cinco kilómetros de carretera rectísima, en un prehistórico coche (un Forito de museo que conducía mano Genaro, como otro parecido que llevaba de taxi el Fulli en Badajoz) llegaría a la ciudad soñada, luego de haber pasado por el increíble arco que formaban las ramas de los árboles enlazadas en sus copas, que Tráfico podó cuidadosamente allá por el año 60 del siglo pasado, que es tanto como decir que ayer mismo. Entraría a la capital provinciana por la entonces avenida de José Antonio, luego de que el hábil chófer llevase el coche con mucha precaución (no se le conocieron accidentes) y dejase atrás el Tabares y el Bar Sevilla y atravesase, con el miedo metido en el cuerpo todos los pasajeros, el temido control de la fiscalía en el Parque de La Legión, en Puerta Trinidad, el mismo lugar en que contaban a modo de chascarrillo que un par de contrabandistas trataron de burlar a la temible guardia civil (estaban como quien dice recién pasados los años del hambre, el temible 1941). Los sujetos habían robado un cerdo de unas ocho arrobas en alguna granja cercana y convenientemente sacrificado lo montaron en el asiento delantero entre los dos kamikaces. Lo arroparon con una manta de modo que sólo se le veían los morros, que cubrieron con un sombrero y unas gafas de pasta, negras. Enterados de que aquel día estaba de guardia el picoleto bizco, pasaron limpiamente el control diciendo que llevaban a un pariente al médico (“aquí lo puede usted ver, señor guardia, viene atontado por la calentura”). Y el guarro fue a parar a una bodega de la Plaza Alta donde convenientemente aderezado y aliñado causó las delicias de la tropa que esperaba el maná caido no del cielo, sino de una finca cercana a la carretera de Sagrajas, que yo qué sé de quién sería.

El chiquino -pantalones cortos de pana, jersey de ganchillo hecho a mano en casa, camisa heredada del hermano, calcetines de hilo por el frio, sabañones asomando aún pese a la recién iniciada primavera-, se dirigía con su madre al médico, por aquello de que le arreglasen un brazo roto, uno más, que fueron muchas las veces en que se le descompusieran los huesos y hubo de llevarle hasta el sanador, que si una vez don Antonio el practicante del pueblo que le puso la primera escayola, que si otra vez don Diego el médico, que si a la vez siguiente don Emiliano el de Barcarrota y que si al final, con la última rotura, el prestigioso doctor Beltrán de Heredia en aquella calle Menacho humildísima del año de 1957, ni asomo de lo que es ahora. “A este muchacho sólo le falta ya romperse la cabeza”, asentía a las vecinas cariñosa la madre, mientras repasaba en el corral los calcetines de toda la ya numerosa familia.

La ciudad, pues, se abría a los ojos del imberbe al que todo le impresionaba, todo le atraía, todo le llamaba. Pensaba él en que tal vez a la madre se le ablandara el corazón y le comprase un plátano, ahí es nada, poder comerse un plátano. O un helado, en eso no llegó a soñar pero fue lo que pasó aquella vez, pese a la incipiente primavera que lo de él ahora no era cosa de garganta. Por ver si así le bajase el dolor del brazo roto.


Comparando aquel Badajoz de antes del año 60, este de hoy es otro Badajoz, en el que perviven los patos de Castelar (otros patos, claro) pero no la actividad del quiosco de San Andrés donde el chiquino iría a cambiar cuentos o novelas a cambio de un real o tres perras gordas si el cuento contenía dos episodios. Goliat, Tintín, el capitán Trueno, el Guerrero del antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín, las hermanas Gilda, el mismísimo Carpanta... El quiosquero exponía su mágica mercancía y el chiquino rogaba un real para cambiar su revista o novela ya leida (Salgari, siempre Emilio Salgari) por una nueva que volvería con él al pueblo y prestaría gozoso tras haberla leido al menos cuatro o cinco veces, mojándose el dedo al pasar las arrugadas y cochambrosas páginas.

Y como no está la actividad del quiosco, también falta hoy el guardacoches cojo de San Juan (era de Almendral y en el pueblo había sido municipal, quizá caballero mutilado por la patria aunque estos tenían mejores destinos, prietas las filas). Tampoco está ya El Eléctrico dirigiendo el tráfico en Cuatro Caminos, ni la matacoño que vendría años después, ni el vendedor del rico parisié, ni el del pirulín de La Habana que se come sin gana... Como ellos también se ha ido después para no regresar el gitano del “troco pesetas” a las puertas de Simago o en Galerías, ni se ve a Pedro poniendo un café en Colón o en La Tetera, ni El Águila, ni Las Lanzas, ni el Rojito taxista, ni el Sena limpiando las botas, ni Miguel llevando los rollos del Cine López de Ayala o el Menacho hasta la parada de La Estellesa donde Pedro el Boca solía regañar de Javier Sola. Ni el fotográfo Paredes el rápido, ni Fernando Camacho, ni El Soga que arbitraba como sabía los partidos de baloncesto en las pistas de Falange españolas y de las JONS, ni Franco el que hacía los recados del Seminario, ni David el de los retales vecino de Norberto Pérez (fotografía casa Pérez, su retrato de estudio) ni con su guardapolvo Alfonso Mangas el padre de Petri, el de la imprenta, mi pariente, que me enseñó los tipos móviles en su estalache de la calle La Sal, que tras pasar por otros negocios es hoy sede de un barito llamado La Galería, donde expuso mi hija Paz, y que fue imprenta de la que salieron octavillas y pasquines por millares, que así es como se contaban los impresos, todos ellos con su depósito legal, mire usted, que esta es una empresa muy respetable y cumplidora de la ley de prensa y propaganda y aquí hacemos siempre el depósito previo que marca la legislación en vigor, que acatamos sin rechistar.

También al chiquino se le viene a la mente que oiría hablar en casa de la María Arcos, en la calle El Tercio, de “el burro de la lejía”, entre las risotadas de la concurrencia, sin saber a qué venía tanto estrépito. Como del mismoi modo rememora que pasó alguna tarde en la fonda La Mezquita, detrás del ayuntamiento, todo misterio, tapujo, unas bombillas de quince bujías iluminando pobremente aquellas estrambóticas estancias, cuadros de vírgenes y santos vigilando desde la pared, baules cubiertos con mantas inglesas repasadas por las docenas de años, oliendo a alcanfor, algún calendario del Corazón de Jesús del año pasado, habitaciones donde unas mujeres de la familia tapadas con mantujos sacaban las tortillas de patatas de unas cajas de cartón en las que se contenían tal vez un pan asentado y unas avellanas o unas nueces del año anterior, por si podía salvarse alguna. (Allí me dijeron que las nueces no eran buenas, porque no ayudaban a hacer de cuerpo. A mi aquello me sonó a chino. Y me llevaron a un cuartucho inmundo en La Mezquita -años después sería sede de una funeraria- en el que había un agujero en el suelo y un cubo de agua. “Hacer de cuerpo es ponerse ahí”, me dijeron señalando el agujero. Me asusté del hedor, de los azulejos de la pared que en otro tiempo fueron blancos, de las moscas, del cubo de agua, del escobón. Hacer de cuerpo... luego me entró unas risa nerviosa que no podía contenerme y creo que en el ascensor que nos subía a la terraza del cine iba yo repitiendo mentalmente “hacer de cuerpo, hacer de cuerpo, hacer de cuerpo”, para contarlo cuando regresara al pueblo. Y quise preguntárselo a la Dolores Romo, pero primero me dio verguenza y luego me entró otra vez la risa tonta).


El chiquino recuerda, cómo no, el paseo por la entonces calle mayor de Badajoz, la calle San Juan hasta la esquina de la calle La Sal y Bravo Murillo, los grandiosos almacenes La Paloma, Los Ángeles y San Juan, Lledó, el restaurador de la esquina de Vicente Barrantes y no olvidará jamás su como distraida lectura en voz alta de los letreros luminosos de las heladerías (h-a-y h-e-l-a-d-o-s...), por si madre se apiada del chiquino que camina con el brazo en cabestrillo. Y también recuerda que aquella noche madre decide que vayan al cine, a la terraza del López de Ayala, donde asiste a la proyección de la legendaria cinta “Los Diez Mandamientos”, que sigue mudo de emoción en tanto los vencejos pasean por las tapias del cine y revolotean en torno a la pantalla, huyendo despavoridos cuando los altavoces aciertan a desvelar el fenomenal fragor de las aguas separándose cuando se lo ordena aquel Moisés barbudo. A la vuelta lo contará en el pueblo, haciendo alarde de conocimientos, desplegando imaginación para que vean que el chiquino que fue a Badajoz no perdió el tiempo, por más que aún le asquee el olor de la clínica de la calle Menacho y el posterior del sanatorio de La Milagrosa, ese tufillo a lo que él llama cloroformo ante los amigos, que miran con respeto su brazo escayolado y le preguntan una y otra vez por el sabor del helado, por la dulzura del plátano, por el olor del rico parisié que no llegó a probar, por la majestuosidad de la sala de cine con su techo de estrellas, por la increíble aventura de haberse montado en un ascensor que le llevó a la terraza, por el estrépito de los futbolines de la planta baja, por los autobuses, los taxis, los policías con sus uniformes que él no veía en el pueblo, el cuartel en cuyos patios jugaría el 'Booming' que entrenaba el capitán Ledesma, las escalinatas de la catedral que visitó de manos de Dolores Romo, la hija de María Arcos, que se empeñó en enseñarle algún santo muy santo y hacerle escuchar la murga que daban los canónigos cantando con monotonía sus letanías y sus motetes, con los breviarios espanzurrados en los sillares del coro y aquellos birretes que rezumaban santidad, años y pringue.

El chiquino que llegó a Badajoz mira hoy la ciudad con la perspectiva del paso de más de cincuenta años. Aunque no se ha librado totalmente del pelo de la dehesa, se ha hecho a las costumbres, a los sitios, a las calles, ha aprendido a calibrar la belleza y paralelamente con su vida ha ido desentrañando el bien del mal, la obra bien hecha de la chapuza. De todo encuentra el chiquino en las calles de este Badajoz y en las gentes que se aprestan a la fiesta y la diversión; que se viste de jarana pese al paro, pese a las dificultades; que pone buena cara a los malos tiempos que a todos nos está tocando vivir. Pero comprueba que es muy otra la ciudad que dejó atrás a sus siete años. Más habitable, más moderna, más acogedora, más poblada, más hospitalaria. Y, pese a todo, más divertida.



En las fotos, la Plaza de San Andrés de antes y la de ahora, la vieja en blanco y negro y la de ahora en color. Y no es porque ahora haya más color. En la otra imagen, Puerta Trinidad, donde estaba la garita ante la que había que rendir tributo a la fiscalía.