Aquí
mi conviviente y yo solemos ponernos de acuerdo rápidamente en
aquello en lo que tenemos una misma opinión. Normal. Y aceptamos
como un hecho consumado que le he cogido el punto al gazpacho y ello
me permite felicitarme a mi mismo a menudo, cada vez que me sale uno
que propiamente viene a ser una pequeña obra maestra de la
literatura universal. Lo malo es (algo tenía que fallar) que esta
afirmación de las bondades de mi gazpacho no puede ser corroborada
por los foráneos, porque como todo el mundo sabe los foráneos no
están en mi casa, al lado de mi gazpacho fresco hecho en el día
previsto de consumo, con unas horas de por medio para que baje a la
temperatura apropiada. Y digo que no tiene parangón en la literatura
universal porque, como sabemos bien las escribanas y los escribanos
propiamente dichos, para que una obra alcance la categoría de
maestra se precisa un espacio de maceración que sólo se logra con
el paso del tiempo, porque de escribientes de majaderías están
llenos los arcones de los textos no publicados, los que jamás verán
la luz, por ejemplo como le podría pasar a este mismo sin ir más
lejos.
Dicho
lo anterior, me queda añadir mi gozo por el regreso de los sonidos
en mi habitat diario. Han vuelto a mi calle en Santa Marina
los ruidos diarios del camión de la basura, los bocinazos del
butanero, el chiflo que me anuncia al afilaor, el soniquete del "se
tapizan sillones, descalzadoras..." Esto es, pese a todo, que
aunque muchos ya no estarán, para otros está volviendo la vida.
Nada menos.
Publicado en la edición impresa de HOY el viernes 12 de junio de 2020
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