Uno de las objetos que se beneficiaron de la llegada de la
democracia (vigilada primero, vigilante después) fueron los vasos del uso doméstico diario.
Sí, sí, los vasos. Porque aunque ya teníamos los vasos del Cola-Cao (que nos
recuerda el dramaturgo Miguel Murillo con su recreación del negrito del África
tropical), con la democracia las multinacionales de la alimentación
descubrieron un filón con los vasos de Nocilla y otros productos de consumo
masivo (no confundir con masiva, + IVA),
que aunque habían llegado antes de la democracia, se hicieron más populares a
partir de entonces. Desde Badajoz teníamos fácil ir a Elvas a comprar en ’El
Arco Iris’ vasos de todos los tamaños y clases, más baratos que los de duralex
y otros que se encontraban en las tiendas. Con tres hijas en el hogar, es fácil
deducir que tengo hasta 37 clases de vasos distintos en mi casa. Vaya, un filón de
vasos. Por eso cuando se rompe uno ya ni me inmuto. Porque además es que junto
a ellos hago colección de vasos históricos, como el que empleaba para recibir
la leche en polvo, donativo de los americanos al pueblo español (¡je, el pueblo!)
que yo bebía religiosamente cuando iba
la escuela que regentaba mi
maestro favorito, don Pedro Nieto,
que anda por ahí creo que viviendo en Mérida. Hoy, por el progreso, ya tengo
lavaplatos y, por eso del nivel de vida, se me presenta todos los días el mismo dilema cuando me
encuentro siete vasos seguidos en la encimera, y pregunto airado de quién es el
vaso verde con un culino de agua o el blanco con un resto de leche o el
amarillo con signo de haber sido usado para tomar un colacao…. Al final decido
meterlos todos en el lavaplatos (mi familia, especialmente mis yernos, también sabe de mi desmedida afición a
enchufar el lavavajillas; claro: mi madre se pasó toda su vida fregando la loza
a mano), aunque esto del progreso tiene también sus inconvenientes. Y, lo que
yo les diga, que debo tener 37 clases de vasos distintos, vasos democráticos
que yo les digo para entendernos, porque
además son como las sábanas dalmases, que se lavan, se lavan y nunca se
acaban.
Pero, a lo que iba, que me llevan los demonios cada vez que
veo esos vasos en la encimera. Cuando los veo me acuerdo de Antonio el
Pescaero, mi fiel lector, que me regaña. “ ¡Déjate de vasos, sácame la pala de
oro!”, me dice. Y yo le argumento: ahora tocan los vasos, cuando pase lo de los
edredones y lo del forrar los libros volveremos a la pala. A lo del lejío –con El
Faro…- y a los muñequinos de Polo ya no podemos volver… aunque también era –muñequinos, pala y lejío- como los vasos
democráticos portugueses de ‘El Arco Iris’, siempre en boca de todos. A vé…
(Publicado en la edición impresa de HOY el 24 de septiembre de 2012)
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