lunes, 26 de junio de 2017

Huir de la feria de Badajoz escapando a Rusia
















No es normal hacer 4.307 kilómetros para ir a quitarse los espinos hasta San Petersburgo, volviendo por Moscú, con el pretexto de escapar de los ruidos de la feria, la muñeca chochona o los mosquitos

Cuando salía de los baños del Museo Ermitage, para reunirme con el resto del grupo que me esperaba, fui arrollado por una muralla de chinos que me llevó hasta las puertas por las que no debía salir. Y me perdí.

En San Petersburgo y Moscú, allí donde se encuentra una puerta hay casi siempre una cola de gente esperando entrar. En la mayoría de los casos son chinos.



A los pacenses se nos critica, y con razón, que cometemos el pecado de dar la espalda a la feria de Badajoz. La época es la ideal para buscar por primera vez en el verano de cada año las playas, el sol, las primeras sardinas asadas junto al mar, el aire libre... No se escapa en estos días de la ciudad todo el mundo y prueba de ello es que la feria no languidece y parece que se da un cierto resurgir cada año con experiencias como la feria de día, que ciertamente viene amenazando la continuidad del recinto ferial o al menos restando mucha afluencia, porque la gente de más edad (la gente de bien, la gente de orden, se decía antaño quizás en un modo equivocado de entender el bien y el orden) preferimos no tener que agarrarnos al volante para desplazarnos al recinto, donde también tenemos entre otros enemigos a los mosquitos.
Amparándonos en ese pretexto, el de salir a dar una vuelta a ver mundo en estos días previos a la feria, un grupo de ocho pacenses de residencia (aquí pacemos, aquí vivimos todos) nos liamos la manta a la cabeza y fuimos a quitarnos los espinos más allá de los Pirineos, para meternos en las tierras ignotas y temidas de la Rusia imperial, la de los zares, la del mujik loco Rasputín, la de la remota e ignorada Estepa, la de la temible Siberia, la del Gulag, la zarandeada con la perestroika y la del telón de acero... Conste que los ocho aventureros (Antoñita Mastro, Ana María Camacho, Maty Clemente y Teresa Sanjuán -las damas primero, somos muy educados- a la par con Eduardo, Paco, Carlos y Manolo, este último en funciones de cronista) inciamos la andadura como mandan los cánones, saliendo de Badajoz y regresando a la ciudad sanos y salvos, después de haber enterrado muchos tópicos en la Estepa rusa, en las increíbles calles, en los escuetos paisajes, en sorprendentes iglesias y centros de culto religioso, en hoteles espectaculares, en barrios marginales y bloques-dormitorio, llenos de casas viejunas.
En todo caso, no es normal hacer más de 4.300 kilómetros para ir a quitarse los espinos hasta San Petersburgo, pasar allí tres días volviendo en un tren nocturno hasta Moscú y permanecer en la capital rusa otros cuatro días con el pretexto de escapar de los ruidos de la feria, la muñeca chochona o los mosquitos de la feria de Badajoz.


No se lo creerán en Badajoz


"Cuando cuente yo esto en Badajoz no se lo van a creer", nos decíamos, aun siendo conscientes y admitiendo que no somos los primeros ni mucho menos seremos los útimos españoles o extremeños en llegar hasta aquellas tierras. El cronista que suscribe, el que siempre iba el último andando por las calles, el que se perdió a la salida del Ermitage, no viene ahora a descubrir nada, solo a acompañar con letras unas imágenes espectaculares de esas que se quedan grabadas para siempre, que hay que ver en persona y no sólo de otra manera, ni televisión ni fotografías ni cine; en persona. Así es la Rusia de hoy que un grupo de pacenses hemos conocido. Hay que verla en el sitio, hay que estar allí, ser reprendido en las iglesias en las que unos extraños clérigos ortodoxos  (hay en Rusia más de 80 millones de seguidores de la iglesia católica apostólica ortodoxa) imponen respeto con su sola presencia, en las que pululan unas mujerucas con la piel blanquísima y escondidas tras mantujos negros y que ordenan compostura al viajero, a quien hasta a ponen a la cola en las ceremonias religiosas para que participen en sus extrañas "comuniones" (alineadas, decorosamente vestidas, con un velo cubriendo la cabeza y un faldón para las piernas. La comunidad religiosa proporciona velos y faldones). A las mujeres de este grupo y al varón más creyente los enfilaron hasta hacerlos ir a recibir una especie de óleo administrado con un pincel y a comer un pan colectivo.
Pero pensar desde la distancia en Badajoz, en el Polígono La Paz, en San Roque o en la barriada de la Estación o Santa Marina se antojan allí un sinsentido si lo comparamos nuestra civilización occidental y aspiramos a buscar coincidencias con las gentes y los hábitos del extenso país en el que 150 millones de habitantes soportan todo el peso de su historia.


El Pio Lindo en San Petersburgo


Aunque a más de 4.300 kilómetros de distancia es difícil imaginar presencias de paisanos, hay que hacerse a la idea de que tratándose de extremeños eso es posible. Así, en la fria noche del 23 al 24 de mayo el grupo esperaba ante las puertas de acceso a los andenes el tren Flecha Roja, con literas, que habría de llevarnos desde San Petersburgo a Moscú, recorriendo unos 650 kilómetros.  Ya había anochecido y se aprestaba a empezar su periplo una de las noches blancas que se dejan caer sobre estas zonas, una de esas noches en que una luz blanquecina se apodera de las penumbras buscando causar el insomnio en el caminante (el eslogan dice que "Moscú es la ciudad que nunca duerme"). Ni los pájaros se espantan porque yo creo que aquí apenas si los hay, salvo las palomas pertinaces. A ellas se añaden una especie de grajos, pajarracos de mal aguero que abundan en parques y jardines. En medio del silencioso jaleo de la estación de tren, el jolgorio del grupo pacense de ocho viajeros y un par de guías se vio interrumpido con la llegada de una pareja de pacenses, el matrimonio formado por Sarai Castro y su esposo Lemuel Cordero. Este, diplomado en Empresarales por la Universidad de Extremadura, regenta una pollería en Badajoz, 'El Pío Lindo', en la calle General Palafox, a donde pueden ustedes ir de parte mia y les harán un buen precio, el que marcan los carteles. Ellos iban, como nosotros, hasta Moscú. Lemuel es viajero impenitente y según me ha demostrado, un gran fotógrafo. Con sus conocimientos de inglés, se organizó el viaje por su cuenta y allá que se fue. Volvió sano y salvo con Sarai justo a tiempo de incorporarse a su trabajo diligente, como todos los días, en la pollería. Fue una grata alegría para los otros ocho pacenses que jaleamos su presencia. Cientos de chinos, varios policías rusos con espectaculares uniformes y apabullantes gorras, vigilantes de diversas partes, otros viajeros, otro centenar de chinos más, no comprendían a qué venía tanto alboroto y nos miraban con cara de asombro cuando jaleamos a 'El Pío Lindo'.

Motos atronadoras


Para los que a menudo nos quejamos de los ruidos que padecemos los seres humanos ciudades como San Petersburgo y Moscú serían un remanso de paz si no fuese por las embestidas que dan coches y motos a nuestros oidos. Son habituales ya los ruidos de las motos acelerando, con escape libre, lo mismo que los de muchísimos coches de alta gama que se ven en Moscú. Hemos preguntado extrañados por las carreras de coches que se ven en las principales avenidas y nos han dicho con mucho humor que sí, que hay limitación de velocidad, a 60. Es un chiste que quisieron contarnos, porque aunque se ven las señales, uno se juega la vida en los semáforos y en los pasos de peatones, en los que los conductores más atrevidos se disputan el primer puesto de las hipotéticas carreras.
Eso sí, es muy difícil ver una pintada, las calles aparecen inmaculadas de papeles o colillas, no hay cacas de perros (hemos visto pocos animales domésticos, algún gato despistado) hay abundancia de policías locales y estatales. A la hora de dar consejos a los turistas nos dijeron constantemente que mantuviéramos el ojo avizor ante los carteristas, que abundan en muchas zonas como por ejemplo dentro del increíblemente bello Metro de Moscú en cuyas estaciones vuelan unos trenes no muy nuevos, dicen que en ocasiones a más de 200 km. hora de velocidad.
Otro lugar en el que hay que tener especial cuidado con las carteras y los bolsos es dentro de los autobuses urbanos y en general en todas las aglomeraciones, que son muy frecuentes y abundantes, lo mismo que las colas para entrar a cualquier sitio. Porque en Rusia, allí donde hay una puerta hay una cola.

La marea china


Lo que sí abundan en estas ciudades son los turistas, especialmente los chinos. Parece mentira que pueda haber tanto chino suelto (es un decir, porque van bien organizados acompañados de guías) en museos, calles, metros, tiendas, parques... en cualquier rincón de la Federación rusa en el que quepa un alfiler, allí habrá un chino. Y van siempre con prisas, jaleándose unos a otros. De sus atropelladas carreras a las entradas y salidas de lugares de mucho tránsito doy fe porque cuando me disponía a salir de los baños del Museo Ermitage para reunirme con el resto del grupo que me esperaba fui arrollado por una montaña de chinos que me llevó hasta las puertas por las que no debía salir, sin que pudiera hacer nada. Me llevaron en volandas hasta las zona del obelisco contraria a la parte por la que me estaban esperando y si no es por Carlos Roncero, alma y factotum de esta expedición, estoy todavía dando vueltas por las inmediaciones, rodeado por la marea china que ora me arrollaba, ora me abducía y no me dejaba ni llamar para pedir socorro. Como pudieron comprobar en múltiples momentos Eduardo Gil y Paco Posadas, mis otros acompañantes varones, aquella tarde hube de repetir en numerosas ocasiones, "Señor, ¡qué cruz!"

(Publicado en la Revista oficial de Feria y Fiestas del ayuntamiento de Badajoz en junio de 2017)

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