miércoles, 18 de febrero de 2009

Puentes de ida y vuelta




Un puente es símbolo de vida. Permite pasar, facilita enlazar, ayuda a conseguir unir dos orillas por distantes que estén. A menudo cruzamos los puentes de la vida sin pararnos demasiado, sin echar un vistazo a lo que hay bajo ellos. Todos mis puentes han sido siempre símbolo de avance, de empuje. El Puente del Alcornocal, el puente de La Molineta, el puente de Valdejerez, el puente de Perrilla, el puente del Arroyo Los Linos, el puente de La China, el puente de los Plaos… todos esos eran los puentes de mi infancia, de mis años de juegos inocentes, de carreras desaforadas en pos de una abubilla o de un pardal, buscando quizá los huevos de codorniz o tratando de rescatar moras para hacerme un rosario de cuentas con el que sorprenderme a mí mismo con la camisa o el cuello llenos de moratones… Años después he debido cambiar aquellos puentes por otros más cercanos a mi existencia, como los cinco puentes de Badajoz o Puente Ajuda, a donde acudí en busca de un legionario. Y bajo todos esos puentes he encontrado motivos para pensar en el destino, para sentir el temor de los que tenemos miedo a las alturas, los que pensamos que aquello se puede caer de un momento a otro. Hace sólo unos días he vivido en el Puente Real de Badajoz el temblor de las vigas al moverse al paso de camiones de gran tonelaje. Ni se han inmutado con el paso de un ciclista. Tampoco han replicado cuando sobre ellos han volado garzas, cigueñas o acaso algún tordo. Sobre esos puentes de mi Badajoz de hoy pasamos a diario cientos de curiosos ciudadanos que jugamos a enlazar ambas orillas en un ejercicio diario de malabarismo con la vida, en un estar en una orilla ora y ora en la otra. Son puentes que unen, puentes de ida y vuelta.

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